Resumen: Reflexiona sobre el estudio
del pasado y la comprensión de la Revolución Francesa para buscar
una sociedad justa y libre. Analiza las causas de esta revolución:
la insurgencia de la burguesía, el avance de las fuerzas populares,
y el desarrollo de nuevas fuerzas productivas del capitalismo, que
requería nuevas superestructuras, entre ellas la educación y
secularización para consolidar el Estado liberal burgués. Explica
el papel de la violencia revolucionaria. Destaca los logros
revolucionarios: la Declaración de los Derechos del hombre y del
ciudadano, fundamento de los derechos humanos, el Laicismo, y la era
de las repúblicas soberanas. Pero su pecado original es el gobierno
“para el pueblo pero sin el pueblo” de la democracia
representativa. Luego viene la decadencia de los principios
revolucionarios, no en su contenido sino en la perversión de su
naturaleza, pues la burguesía una vez en el poder traiciona los
principios por privilegiar sus intereses crematísticos, avasalla
derechos, lo que desemboca en globalización económica,
neoliberalismo, doctrina del shock, violación de la democracia y del
laicismo. La perspectiva, pese a que los signos de los tiempos son de
descomposición, es la vigencia de la utopía de Libertad, Igualdad y
Fraternidad, la que sigue siendo un faro luminoso.
Algunas reflexiones previas.
Circulan en la Red unos hermosos
correos, la mayoría de ellos con reflexiones profundas de prohombres
de la Historia antigua y contemporánea, que invitan a la conquista
de la paz del espíritu, a la armonía con el entorno, a la
autoestima, a la comunicación con Dios. Casi todos esos mensajes
incorporan, como de pasada, una invitación a vivir el presente,
“porque el pasado, pasó y el futuro es una incógnita”. En
medio, pues, de la inocencia que parecen traducir, los mensajes de
marras nos piden que olvidemos las cosas –buenas o malas– del
pasado y que abandonemos los proyectos hacia el futuro, en una
variante –¿cosas de la axiología post moderna?– de un hedonismo
sui géneris, irresponsable, en el fondo, ahistórico. O, de tener
–como puede legítimamente presumirse– una intención
manipuladora de la conciencia, un propósito perverso.
Como contrapartida, nosotros
apelamos al pensamiento activo, comprometido y militante, de quienes,
a contrapelo de esa corriente irresponsable y que simula inocencia,
invitan a volver los ojos a los hechos del pasado, sin escamotear
incluso las minucias, a través de las cuales, según Carlo Ginzburg,
el famoso aunque poco conocido formulador de su teoría histórica de
“el paradigma indiciario”, es posible descubrir la verdadera
Historia. Bolívar Echeverría, nuestro filósofo prematuramente
desaparecido, en su magistral ensayo “Los Indicios de la Historia”,
dice: “El historiador que es capaz de citar el pasado y de cumplir
la cita con él, el historiador materialista, que se resiste a la
complicidad a la que le invita el discurso de los dominadores, pasa
su mano sobre la piel impecable de la narración histórica que
ofrece ese discurso, pero lo hace necesariamente a contrapelo. Al
hacerlo encuentra sin falta, bajo esa superficie reluciente, un buen
número de cicatrices e incluso algunos muñones escondidos: indicios
de que todo aquello que aparece en él como un documento o una prueba
de cultura debe ser también, al mismo tiempo, un documento o una
prueba de barbarie”. Y es desde este punto de vista desde el cual
creemos que ha de recordarse y comprenderse uno de los
acontecimientos más importantes de la Historia humana, la Revolución
Francesa.
Carlos Marx –cuyo nombre creemos
que hay como decirlo ya sin bajar la voz luego de que es posible
borrar el estigma que pretendieron endosarle los “pensadores” del
neoliberalismo aún vigente– expresa en su “18 Brumario”:
“Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y
personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos
veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra
como farsa”. Y éste, también, es un elemento importante a
considerarse, cuando, tras la grandeza de los acontecimientos que
trastornaron Europa y América, a finales del siglo XVIII y
principios del XIX, tras el enunciado de los principios, pero sobre
todo, tras el ejercicio práctico de esos enunciados: el Laicismo,
los Derechos Humanos –para mencionar quizá lo más importante de
la Revolución Francesa– y que fundaron con ello las repúblicas
democráticas en los dos hemisferios, hoy, las postrimerías del
Siglo XX y los inicios del XXI, contemplan su invocación para
convertirlos en su caricatura o, desde el cinismo del poder, para
reducirlos a cenizas. La Historia pues, ha de contarse, no para el
contentamiento de la versación o para la justificación del pasado,
pero sobre todo de la ignominia del presente, sino para el análisis,
el descubrimiento de los entretelones, los empeños por desentrañar
la verdad, a menudo ocultada por el poder, y para buscar los caminos
hacia la conquista de una sociedad justa y libre.
La Revolución Francesa. Causas.
Aunque la violencia revolucionaria
de 1789 y años siguientes fue en pos del cumplimiento del tríptico
de Libertad, Igualdad y Fraternidad; aunque la movilización y
participación activa y protagónica de los sans culottes, de los
artesanos y campesinos, de los intelectuales forjadores de la
Ilustración y la Enciclopedia se cobijaban, todos, con la bandera
libertaria y emancipadora, y creían ciertamente en la utopía, la
causa profunda de la transformación radicó en la decadencia del
Ancien Regime, en la corrupción de la aristocracia, en la
declinación fatal del feudalismo, y aliada de todas ellas, la
Iglesia Romana; pero sobre todo en la insurgencia de una clase
vigorosa, la burguesía, y en la demanda de una nueva estructura
social, de un nuevo Estado, de una nueva Constitución y unas nuevas
leyes, que expresaran a través de ellas, la nueva correlación de
fuerzas y garantizaran su desarrollo, el desarrollo de las nuevas
fuerzas productivas. Fue, precisamente, en pos de lograrlo que se
revivieron los Estados Generales, aquellos que permanecían en
hibernación desde 1614 por obra y gracia del absolutismo. Pero sobre
todo, con su puesta en vigor –y dado el avance de las fuerzas
populares– por la hegemonía del Tercer Estado, aquél que
representaba al pueblo: a los sans culottes y por supuesto a los
sectores más avanzados de la naciente burguesía, Tercer Estado que
relegó a un papel virtualmente decorativo a los otros dos, los que
representaban en la Asamblea a la monarquía y la nobleza, y cuyo
principal papel, el del Tercer Estado, fue la supresión de los
privilegios de la nobleza y el clero.
El Capitalismo, que había sentado
ya sus reales en Inglaterra y los Países Bajos y que se tornaba
vigoroso en la propia Francia, requería de unas nuevas
superestructuras, sobre todo en el campo de la ciencia, la tecnología
y, correspondientemente, en la educación. Todo ello comportaba un
combate duro a la superstición, al dogma y al sometimiento
espiritual ejercido desde la jerarquía de la Iglesia. Los grandes
pensadores de la Ilustración, cuyo sustento ideológico se basó en
los postulados de sus antecesores de los siglos XVI y XVII –aquellos
del Renacimiento, lo mismo que del racionalismo y el empirismo de
Bacon, de Locke y del Propio Descartes, al igual que en los logros
científicos de Galileo o de Newton– pusieron énfasis en el
recurso de la razón como fundamento epistemológico y ético para
una nueva era de la Humanidad. Fueron ellos Voltaire, Diderot,
D’Alembert, Montesquieu y Buffon, cuyo cuerpo ideológico se plasmó
en la Enciclopedia y condujo al otorgamiento del título de Siglo de
las Luces al siglo XVIII. Claro está que aunque el ejercicio del
poder, tras el triunfo y la consolidación de la burguesía tomaron
como fundamento a la Razón, lo hicieron aún desde el absolutismo,
desde un virtual ejercicio dictatorial, vale decir desde la
imposición por la fuerza, lo cual se explica, obviamente, dada la
naturaleza revolucionaria del proceso, sin lo cual habría sido
inevitable su fracaso y la reversión al pasado.
Pero el empeño de los
enciclopedistas era, aun con la limitaciones que la práctica
histórica a menudo impone, la educación del pueblo llano, como una
respuesta dialéctica a lo que fue el espíritu del Antiguo Régimen,
cuyo interés había sido mantenerlo en la ignorancia, ajeno a la
reflexión, lejano de los logros científicos, todo ello sustentado,
por lo demás, en el dogma religioso indiscutible, en la obediencia a
la jerarquía de la iglesia, en la resignación a una vida de
privaciones y miseria, en la aceptación de un orden social al que se
le atribuía una decisión divina, y una promesa de vida en un
incierto Más Allá. Era, pues, la educación, impartida desde el
Estado, la que podía elevar la conciencia del pueblo, como el mejor
vehículo que permitiera la consolidación del Estado liberal, del
Estado burgués. Todo lo cual demandaba su secularización, la
absoluta independencia de éste respecto de la Iglesia,
secularización que se manifestaría con fuerza en el sistema
educativo. Otorgándose el derecho al ejercicio a la creencia y las
prácticas religiosas, se declara que ellas deben ser privativas de
la conciencia individual y no impartidas por las escuelas estatales.
La violencia revolucionaria.
A despecho de las críticas que aun
hoy se escuchan en contra de la naturaleza violenta de la Revolución
Francesa, particularmente a la llamada Era del Terror, y sin querer
convertirnos en apologistas de la violencia, es preciso destacar que
la resistencia del Antiguo Régimen al cambio, –como ocurre siempre
con las clases que se niegan a morir– resistencia ejercida desde la
monarquía, desde la nobleza y el alto clero, tornaba inevitable su
uso, que incluyó la supresión física de los monarcas, símbolos,
por lo demás, de la opresión al pueblo, de la corrupción, la
decadencia y su descomposición como clase hasta entonces
prevaleciente. (Vale recordar, en un paréntesis, que esas prácticas
violentas del poder que instauraba al Nuevo Régimen se ejercieron,
también, en medio de las disputas y divergencias más o menos
profundas entre los propios protagonistas, lo que costó, en pocos
años, el paso por la guillotina de alrededor de 40.000 personas,
entre ellas la cabeza del propio líder radical, Robespierre, llamado
el “incorruptible”). No pretendemos aceptar como un dogma, ni tan
solo como ley de la historia, el enunciado marxista que califica a la
violencia como partera de la Historia, pero es pertinente encontrar
las razones que la explican. Su condena, cuando los desheredados
reclaman los derechos, surge, por lo demás y con mucha fuerza, desde
los detentadores del poder, quienes hacen uso de ella precisamente
para negar los derechos de los dominados. (La violencia, creemos, en
esta especie de digresión, podrá erradicarse como práctica social,
sólo cuando prevalezca la razón, pero sobre todo, cuando se
convierta en realidad tangible el derecho a la vida digna de cada uno
de los seres humanos).
Logros de la Revolución Francesa.
Destacamos, en primer lugar, la
Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, aprobada por
la Asamblea Nacional Constituyente francesa, el 26 de agosto de 1789.
Vale resaltar que, pese a sus limitaciones –pues excluye a la mujer
y a los esclavos–, será el fundamento para la elaboración de las
constituciones de las repúblicas o las monarquías constitucionales
de los siglos XIX y XX en la mayoría de países europeos y
americanos, la propia Constitución de la República Francesa
incluida, y punto de partida para la Declaración de los Derechos
Humanos proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en
1948. En su contenido, se alude a la libertad, señalando que todos
los hombres nacen libres e iguales en derechos, y que los límites
sólo pueden ser señalados por la ley; garantiza la libertad de
opinión, de prensa y de conciencia. Garantiza, por supuesto, la
propiedad privada –elemento básico de la legalidad burguesa–.
Luego, el Laicismo. Entendido éste,
en principio como la separación de la Iglesia y el Estado, es punto
de partida para dar al traste con el poder político de aquélla
–aunque la Restauración en diversos momentos y espacios le
devuelve, entre manipulaciones legales y eufemismos, espacios
importantes del poder perdido–. La vigencia del Laicismo –como
queda dicho renglones atrás– tiene su más importante expresión
en la educación, cuando el Estado asume la responsabilidad de
impartirla sin la ingerencia de la religión, desechando el dogma y
basada en la ciencia y la razón. Y adquiere nuevas dimensiones
cuando, como señala Guillermo Fuchslocher: “…el laicismo asume
nuevos contenidos y se convierte en complemento indispensable que
facilita el ejercicio efectivo de las libertades de pensamiento y de
conciencia, mediante su institucionalización, tanto a través de
normas jurídicas que lo asumen como componente esencial de los
Estados democráticos, sobre todo para el ejercicio gubernamental y
la educación pública, y a través de normas que proscriben u omiten
los posicionamientos ideológicos o religiosos oficiales, por
contrarios a las libertades de pensamiento y de conciencia y a la
esencia pluralista de la democracia”.
Por último, y al referirnos a la
organización del Estado, la naciente República deposita la
soberanía en el pueblo, al disponer la elección de los gobiernos
con el voto popular. Y establece la división de las funciones del
Estado en Ejecutiva, Legislativa y Judicial, en base a las
formulaciones teóricas de Hamilton, Locke y los franceses Rousseau y
Montesquieu. ¿Qué garantiza ello? Previene que una rama del poder
se convierta en suprema, divide el trabajo, impide la concentración
de poderes, particularmente en la Función Ejecutiva, cuyo desempeño
ha de ceñirse a las leyes que elabora el Congreso y está obligada a
respetar la independencia de los tribunales de justicia. En una
palabra, garantiza la vigencia de la democracia, con todas las
limitaciones que ella exhibe, en el contexto del funcionamiento
capitalista.
La Revolución Francesa inaugura una
nueva era en la Historia de la Humanidad: la era de las repúblicas
independientes, autónomas y soberanas. Legado de la Revolución
Francesa son las repúblicas y aun las monarquías constitucionales
de Europa hasta nuestros días, con los interregnos nefastos del
nazismo alemán, el fascismo italiano y el franquismo español,
afortunadamente superados –aunque se vislumbre en estos mismos días
el peligro de su resurgimiento–. Lo es, también, la existencia de
las naciones latinoamericanas, cuyo esfuerzo por poner en vigencia el
liberalismo de inspiración en la Revolución Francesa arranca desde
los albores de la Independencia, aunque muchas de ellas, la nuestra
incluida, difícil y dolorosamente han pugnado por hacerlo, mientras
fuerzas retardatarias de dentro y fuera se esforzaron, y se
esfuerzan, por mantener su condición de banana republic.
El pecado original de la Revolución
Francesa.
Nos referimos al enunciado atribuido
a Voltaire de que el nuevo gobierno debe ser “para el pueblo pero
sin el pueblo”. Es pecado original porque esa política se aplicó
al pie de la letra en las prácticas del gobierno revolucionario. La
movilización y participación popular en la toma de la Bastilla
hacia el 14 de julio de 1789 y más acontecimientos precedentes y
ulteriores no fue otra cosa que el debut de unas políticas
consecuentes con aquel enunciado, y que tendrían continuidad y
vigencia hasta nuestra contemporaneidad. No otra cosa es la llamada
Democracia representativa, según la cual la participación del
pueblo llano en la administración y decisiones de la cosa pública
se reducía, y se reduce, a depositar la papeleta de votación en las
urnas, tras lo cual, sus representantes o mandatarios dizque ejecutan
la voluntad de aquél. Se aplica pues el enunciado: “gobernar para
el pueblo pero sin el pueblo”.
Retrata este hecho la verdadera
naturaleza del liberalismo dieciochesco, de la burguesía como clase
dominante, lo cual desvirtúa en los hechos la puesta en práctica
del tríptico de Libertad, Igualdad y Fraternidad, que se convierte,
de algún modo, en un enunciado retórico desde quienes ejercen el
poder, aunque seguirá inspirando el espíritu de los seres humanos
como una utopía factible de convertirse en realidad.
En rigor, y pese a los logros
espirituales que dignifican de algún modo la condición humana, la
verdadera libertad que interesa a la burguesía y la propicia, una
vez dueña del poder político, es la libertad de comercio, la
libertad para la movilidad de las mercancías que produce y
posteriormente de los capitales, la libertad para ingresar, sin
trabas, en los mercados internacionales. La libertad, en fin, para la
acumulación. Libertades cuya puesta en práctica podía conducir,
como en efecto condujo, a la negación de las otras, las legítimas,
las que responden a los intereses del pueblo: la de conciencia, la de
pensamiento, la de expresión, la de asociación, y la más
importante: el derecho a la vida. Negación de tales libertades de
que ha sido testigo la Historia, como lo atestigua, entre otros
acontecimientos trágicos, la violenta represión a los trabajadores
de Chicago ese lejano Primero de Mayo, en el país, paradigma del
liberalismo, los EE. UU. de Norteamérica.
Pero no sólo eso. Sino que a
renglón seguido de tan profundos cambios de la epopeya
revolucionaria de 1789, de los avances en la elaboración de la
Constitución de la República, hacia 1795, el absolutismo, el
despotismo y la segregación se reinstalan en la patria nueva, al
tomar las riendas del poder el general Napoleón Bonaparte. Más allá
de la verificación cierta de que él consolida las conquistas de la
Revolución en la propia Francia y de que sus guerras de conquista
difunden los principios de la Revolución por todo el continente
europeo, no es menos cierto que en una paradoja medio inexplicable,
se lo hace desde el ejercicio imperial, forma de la monarquía que la
propia Revolución derrocó. Antes aún del advenimiento napoleónico,
el propio Robespierre, la cabeza implacable del proceso, el
incorruptible radical, se opuso a la liberación de los esclavos
negros en Haití. Y luego de que, de todos modos, ésta se diera por
la perseverancia del pueblo negro en conquistar su libertad y
construir su propio destino, y por la solidaridad de los sans
culottes de la metrópoli, Napoleón dispuso la reconquista, la misma
que contempló incluso la cacería, a sangre y fuego, de los
cimarrones para devolverles a su condición de esclavos. (En
literatura, se relata este trágico acontecimiento en la monumental
novela de Alejo Carpentier, el Siglo de las Luces). Así pues, la
libertad y la igualdad proclamadas en la Declaración de Derechos del
Hombre y el ciudadano tenían vigencia en la metrópoli imperial. No
en la colonia a la que se le negaba su independencia y soberanía.
Una vez más, se cumplía la afirmación de Marx en su ensayo
político, el 18 Brumario, según la cual los personajes y hechos de
la Historia de Francia aparecían dos veces: la primera con la
epopeya de la lucha libertaria del pueblo haitiano y la liberación
de los esclavos, consecuencia de los vientos revolucionarios venidos
de la metrópoli, la segunda, cuando la libertad se sepultaba en la
pequeña isla del Caribe, esta vez como farsa.
Lo que conduce a concluir, una vez
más y adicionalmente, que los períodos históricos no pueden
encasillarse en compartimientos estancos, sino que tienen flujos y
reflujos y que los autores y protagonistas de los reflujos, aun en
detrimento de los principios de una axiología revolucionaria, no
trepidan en traicionarlos si ello ha de servir a los intereses de la
clase explotadora. Y estos hechos son, de algún modo, las cicatrices
y los muñones a que alude el filósofo Echeverría, que deben
desnudarse, junto con muchos más, prolongaciones de aquellos en
nuestra contemporaneidad de la centuria naciente.
Decadencia de los principios de la
Revolución Francesa.
El contenido de los principios,
claro está, no sufre decadencia alguna. Decae la actitud de los
seres humanos frente a ellos. Decae la consecuencia con ellos,
decadencia que se manifiesta en la perversión que se hace de su
naturaleza intrínseca. Y ello ocurre, al referirnos a la Revolución
Francesa, liberal por antonomasia, debido a la condición natural de
la clase que la llevó a cabo, que la lideró, que la universalizó:
la burguesía. La Historia que se escribe –sin menoscabo del
esfuerzo de los investigadores serios, éticamente responsables–
deforma la realidad, a fin de legitimar a las instituciones creadas,
por espurias o deformadas que éstas puedan haber devenido; a los
protagonistas, por corruptos y estultos que se muestren; a las
circunstancias, por dramáticas, trágicas o perversas que sean.
Remitiéndose al pensamiento del filósofo alemán Walter Benjamin,
Bolívar Echeverría afirma que “la autoconciencia de la historia,
la dinámica de la historia reflexionando sobre sí misma, mira en el
progreso de los tiempos un viento huracanado, devastador, que
amontona ruinas a su paso. Es el viento que sopla desde el cielo de
los poderosos y que les asegura el triunfo”. Esta profunda
reflexión, dicha en forma poética, expresa, ni más ni menos, que
la Historia se escribe para justificar la realidad vigente, desde los
intereses de la clase dominante, aunque para ello tenga que borrar
los hechos ocurridos, los indicios reveladores (Lo hicieron durante
el estalinismo, al borrar de la Historia rusa el nombre de uno de los
más importantes protagonistas de la Revolución Bolchevique, León
Trotsky). Hablamos, obviamente, de la Historia oficial. Pues la de
los historiadores materialistas, a que alude Echeverría a quien
citamos desde el comienzo de esta reflexión, es la de los
insobornables, como el caso del magnífico pensador Eduardo Galeano,
poeta historiador que jamás calla por miedo o complicidad con el
poder, para referirnos tan sólo a uno de los muchos que
afortunadamente florecen en todas las latitudes del planeta.
La burguesía, tras haberse
comportado con la consecuencia, aun heroica, que le demandaba la
circunstancia histórica, en la Revolución, una vez dueña del
poder, cambia su rumbo, trastoca los valores, traiciona los
principios, privilegia sus intereses crematísticos. Y pasa a
avasallar incluso los derechos del hombre y el ciudadano que ella
mismo proclamó en las postrimerías dieciochescas, cuando explota
hasta la ignominia al proletariado industrial y, en el avanzado siglo
XX legitima formas esclavistas del trabajo, revierte las conquistas
laborales alcanzadas tras luchas cruentas y sacrificadas, en esa
grotesca estructura que monta, vía globalización económica, desde
una seudo ideología a la que califica de neoliberalismo. Y es este
sistema –el llamado neoliberalismo– precisamente la expresión
acabada de la degeneración del liberalismo, cuando las potencias que
lo proclaman, las empresas transnacionales que lo defienden y
financian, aupadas por los diseños económicos del tristemente
célebre Premio Nobel de Economía, Milton Friedmann y su equipo de
Chicago boys, no sólo que inspiran desde la teoría sino que
participan activa y personalmente en la instauración y consolidación
de los regímenes más violentos y brutales, en los que funciona a
plenitud el terror de Estado, en ese mecanismo siniestro que la
magnífica investigadora canadiense Naomi Klein denomina la Doctrina
del Shock.
Es el mismo neoliberalismo que
pretende imponer, desde los Estados Unidos y ahora desde la Unión
Europea, vía acuerdos económicos asimétricos, llamados Tratados de
Libre Comercio o Acuerdos de Asociación, la hegemonía del capital
transnacional a los pueblos de la periferia, aunque ello signifique
la destrucción de sus pequeñas economías y la pérdida real de su
soberanía. Y en otros casos, imponga, efectivamente, vía la guerra
de conquista, ese modelo y esa hegemonía con el único propósito de
saquear las riquezas naturales de los países, como lo viene llevando
a cabo con las atormentadas patrias iraquí y afgana.
La decadencia, en fin, de la
sociedad estructurada por el liberalismo, que construyó la
Revolución Francesa, se manifiesta en el deterioro implacable de la
institucionalidad en el país de Washington y Lincoln, cuando a
finales del año 2000 se monta la farsa más grotesca en el proceso
electoral de ese país, para burlar la voluntad popular que otorgaba
el triunfo al candidato demócrata Al Gore y lleva a cabo el más
burdo golpe de Estado, a fin de encaramar en el poder al peor de los
presidentes de los EE. UU. de Norteamérica, desde la fundación de
la Unión, el señor George Walker Bush, instrumento él de los
sectores empresariales más retardatarios, voraces y guerreristas.
Por primera vez, creemos, se consuma un fraude electoral en el país
paradigma del respeto a las instituciones (Léase, para más amplia
información referida a ese fraude, Estúpidos hombres Blancos,
denuncia valiente e implacable del periodista norteamericano Michel
Moore). Y hablemos nuevamente del Laicismo. No creo que exista un
país en el mundo occidental que más haya pervertido su esencia, que
Norteamérica. Y aunque la mente incontaminada de sus mejores hombres
y mujeres persevera en demandar una educación basada en la razón y
la ciencia, los empeños por acabar con la educación laica obtienen
triunfos, aunque parciales, que incluyen la estigmatización de la
Teoría de la Evolución de Darwin, para reemplazarla por la
mitología bíblica de la Creación. Referido a lo cual, citando
nuevamente a Guillermo Fuchslocher “Cuando la burguesía deja de
ser revolucionaria no duda en sacrificar las libertades políticas si
éstas entran en conflicto con las libertades económicas y en
eliminar el liberalismo ideológico (el laicismo) cuando se dan
cuenta que el control de las conciencias que brindan las religiones
es uno de sus mejores aliados”. Y qué decir de la libertad de
expresión, tan cara otrora al pueblo norteamericano. Convertida hoy,
más o menos desde el macartismo, en una verdadera caricatura, no es
otra cosa que la máscara con que el gran capital manipula la
conciencia del pueblo norteamericano, pero también de amplios
sectores de la población mundial, al ocultar la información,
tergiversar los hechos, confundir, aceptar y difundir la mentira
fraguada desde el poder para justificar las guerras de agresión y de
conquista, y acallar las voces de la dignidad. ¿Por qué nos
referimos a Norteamérica, si lo que nos convoca es la recordación
de la Revolución Francesa? Primero, porque la Independencia
Norteamericana le precedió a aquélla y le aportó con muchos de sus
principios democráticos para su realización. Y segundo, porque el
país que con más empeño y denuedo desarrolló las instituciones
liberales y los principios de la democracia, han sido los EE. UU. A
diferencia de Francia, cuyos reflujos se expresaron en el Imperio
Napoleónico, la presencia aunque relativamente corta de Luis XVIII
y, por supuesto, la reinstalación de la monarquía con Napoleón
III, Norteamérica jamás, desde la Independencia de Inglaterra,
instauró monarquía alguna en su propio territorio.
Sin desmedro, por supuesto, de que,
desde su nacimiento mostrara su vocación imperial, vía la teoría
seudo mesiánica del Destino Manifiesto. A lo que hemos de añadir
que aquel suceso histórico de la reversión libertadora de Haití en
el lejano siglo XIX cobra actualidad cuando el neoimperialismo
subyuga a los pueblos del llamado Tercer Mundo, sometiéndolos a una
condición neocolonial, mientras, claro está, procura mantener el
bienestar incluso de su proletariado en la metrópoli.
Perspectiva.
Cuando en entrevista periodística
le preguntaron al líder chino Mao Tse Tung, sobre su opinión
respecto de la Revolución Francesa, él respondió que era demasiado
corto el tiempo transcurrido para poder evaluarla. Seguramente al
conductor de la Gran Marcha le asiste la razón, puesto que los
períodos históricos, la forma de organización que adoptan las
sociedades tienen duraciones mucho más prolongadas. Pensamos, no
obstante, que son bastante claros los signos de la decadencia de un
modelo, aunque sólo hayan transcurrido escasos dos siglos de su
permanencia en la Historia humana, si nos hemos de remitir a la
transformación de 1789 como el punto de partida. En todo caso, si
aun se cuentan los tiempos desde el momento en que los artesanos
pierden sus instrumentos de trabajo para tornarse asalariados, es
decir desde que se inaugura el modo de producción capitalista, no
hablamos de más de 4 o 5 siglos. Porque, ¿Cuántos siglos vivieron
las sociedades esclavista y feudal? ¿Se deberá esperar tiempos
similares para que el capitalismo y su modelo político, económico y
administrativo de corte liberal cedan el paso a otras estructuras más
justas, más humanas?
Reiteramos: los signos de los
tiempos son signos de descomposición. Pero su contrapartida son las
manifestaciones de inconformidad de los grandes conglomerados
humanos, sobre todo desde que el capitalismo no trepida en destruir
la vida en el planeta, con tal de acumular riqueza. Y, por lo demás,
los cambios de la estructura social bien pueden darse al ritmo
vertiginoso de la celeridad con que la ciencia y la tecnología
avanzan, un ritmo de algún modo alucinante. Recuérdese que Marx
–apelamos una vez más a su pensamiento– afirmó que lo que
llevará a la transformación radical de la estructura social y la
abolición de las clases sociales, será la ciencia y la tecnología.
Es posible aventurar que el desarrollo vertiginoso de éstas resulta
incompatible con el modo de producción capitalista.
Recordemos, finalmente, que los
intentos por alcanzar la verdadera liberación de las fuerzas
productivas, en un desarrollo de los principios de la Revolución
Francesa, pero ahora orientados a la justicia social, se dieron ya.
Fue la Comuna de París, que antes de que transcurrieran cien años
desde la Toma de La Bastilla, intentó alcanzar el poder para los
trabajadores asalariados. Su previsible derrota –Marx lo señaló,
sin embargo de lo cual la justificó y respaldó como un intento
libertario legítimo– obedeció a la desventaja enorme en la
correlación de fuerzas, frente al propio poder burgués, su virtual
alianza con la nobleza y la monarquía hace poco derrotada y al apoyo
de Bismark, el Kaiser alemán temeroso de que la chispa de la Comuna
incendiara toda Europa.
Y ahora, sin que los estudiosos de
la Sociología, la Antropología social, la economía vislumbren aún
el modelo que habrá de reemplazar a esta ignominia llamada
capitalismo, y luego del fracaso del ensayo socialista, colapsado
apenas tras 70 años de vigencia, creemos que la utopía de Libertad,
Igualdad y Fraternidad sigue siendo el faro luminoso que guía el
camino hacia la liberación del ser humano de las cadenas de las
explotación y de la enajenación. Y lo es en la medida en que aún
perviven la opresión, la injusticia y el odio.
Para alcanzar la plenitud de su
vigencia, concluimos con una afirmación, tomada de Bakunin, cuando
él afirma que libertad e igualdad deben ir de la mano pues de lo
contrario la primera se convierte en una mentira. Y con un
interrogante: ¿Será posible que la razón humana prevalezca, a fin
de que los cambios necesarios transcurran en relativa paz, o habrán
de ser procesos inevitablemente cruentos? Tienen la palabra todos los
habitantes del planeta, en primer lugar los trabajadores manuales e
intelectuales creadores de riqueza y bienestar, pero también
aquéllos que hoy por hoy desoyen el clamor por la vida.
Quito, julio de 2010.
Fuente:
https://academiafrancmasonicaecuatoriana.wordpress.com/2010/07/29/la-revolucion-francesa/#more-268