Resumen:
Narra el contexto político del 16 de junio de 1822, hace 190 años,
cuando se conocieron Simón Bolívar y Manuela Sáenz y empieza a
diferenciar la historia de la leyenda, así como las razones para la
exaltación “manuelista”, que parece preferir la glorificación a
la verdad, sin haber razón para ello, pues la grandeza de Manuela
Sáenz no necesita de falsedades. Relata quién fue ella, sus
antecedentes familiares y su relación con el Libertador. Pero es un
amor épico y de inspiración poética, lo que le otorga un rango
mitológico que dificulta desentrañar la verdad histórica. Pero
algunos puntos permiten inferir: que el encuentro de ambos y el
inicio de su amor tienen un signo político que permitió se
encuentren personalidades cada una a la altura de la otra; que
Manuela representa el pasado de Simón, pues mientras el ya actuaba
como político ella le recordaba al idealista de años antes; que
Manuela es la superviviente de un sueño, pues a la muerte de Bolívar
sus grandes proyectos también están muertos y Manuela vive 26 años
más, una presencia incómoda que produce algo cercano a la vergüenza
en los mediocres, pues junto con Simón Rodríguez son la imagen del
tiempo de los héroes, son dinosaurios y nadie quiere saber de ellos.
Se oculta su historia, hasta que renace, pues siempre estuvo allí,
aquí, viva.
El
16 de junio de 1822, luego de librada exitosamente la batalla del
Pichincha, Simón Bolívar, a la sazón Libertador-Presidente de
Colombia, llegó a Quito.
Su
entrada no era un hecho guerrero, sino político. Las guerras habían
concluido, libradas por los pueblos de la Audiencia bajo la dirección
de Antonio José de Sucre.
Como
entidad geopolítica autónoma e integrada, Colombia había nacido el
17 de diciembre de 1819, y desde el 15 de mayo de 1821 Guayaquil se
había declarado “bajo la protección” de Colombia, sellando de
forma casi perfecta su incorporación a esa república. De facto y de
iure, el actual Ecuador era ya parte de Colombia, como también lo
eran Venezuela y Panamá. La llegada de Bolívar a Quito no tenía
valor militar, sino el carácter político de refrendar esa anexión
con la presencia personal del presidente de la nación unificada.
Es
fama legendaria (aunque no existan pruebas documentales al respecto),
que Manuela Sáenz arrojó al paso del Libertador una corona de
laureles, y que impactó con ella en la frente del guerrero, quien
habría quedado prendado por la belleza y el ardor de la quiteña.
Es
completamente cierto y documentado, en cambio, que aquella noche se
organizó una soirée de gala en honor del Libertador, y que Bolívar
se aisló de toda la concurrencia, bailando infatigablemente con
Manuela Sáenz, casada a la sazón con el inglés James Thorne,
ausente de la ciudad, y que al final del ágape ambos se evadieron de
la fiesta, marchando a vivir su pasión en la cercana hacienda de
Catahuango, propiedad de Manuela.
Fue
la primera noche de un amor que se prolongaría por años, y que
llevaría a los amantes a Perú y Colombia, en una vorágine pasional
que nadie ha podido negar.
En
los últimos años, como resultado de nuevas investigaciones
históricas, de la insufrible carencia de héroes de origen
ecuatoriano y del auge del movimiento de reivindicación femenina, la
figura de Manuela Sáenz, que trató de ser borrada de la historia,
ha adquirido una dimensión muy notoria, y su participación en las
luchas libertarias alcanza ribetes míticos casi tan grandes como los
de su glorioso amante.
Tan
extrema en su exaltación como su anterior ocultamiento en el
silencio, esta tendencia “manuelista” es más literaria que
historiográfica y parece preferir la glorificación a la verdad.
Y
no hay razón para ello. La grandeza de Manuela Sáenz no necesita de
falsedades para ser enorme.
Manuela
Es
poco lo que sabemos documentalmente de ella. Si verdaderamente nació
en Quito en diciembre de 1797 (lo que parece probable, pero no está
documentado), tenía ya casi 12 años cuando ocurrió el movimiento
libertario del 10 de agosto de 1809, que iba a afectar profundamente
a su familia.
Es
que su padre, el chapetón y godo Simón Sáenz de Vergara, se había
distinguido de tan triste modo en la administración de la Real
Audiencia que una de las pocas condiciones planteadas por los
próceres para devolver el poder que no lograron consolidar fue que
“el tal Sáenz” no retornara al ejercicio de ningún cargo
público.
Unos
años más tarde, Manuela “fue entregada” en matrimonio al Dr.
Thorne, con quien mantuvo relaciones muy difíciles de definir y
tratadas de modos muy distintos por los biógrafos de la quiteña.
Por lo visto ninguno de los dos fue un modelo de fidelidad conyugal,
y fue más largo el tiempo que estuvieron separados que el que los
vio juntos en el tálamo nupcial.
Para
1820, Manuela se encuentra en Lima, y allí traba amistad con la
guayaquileña Rosita Campusano, con quien colabora en el auxilio (por
lo visto sólo de estirpe cortesana) prestado a las fuerzas del
general San Martín. Las dos ecuatorianas estuvieron en la larga
lista de señoras limeñas condecoradas con la Orden del Sol. Fueron
más de 100, por lo que llamarla “caballeresa del sol” parece una
generosidad innecesaria.
Luego
de su ya relatado encuentro con Bolívar, Manuela Sáenz se consagra
completamente a la causa emancipadora, y actúa durante varios
períodos como archivera del Libertador, estando presente en algunas
acciones de armas, aunque no se haya certificado su participación
personal en los combates.
De
esta época debe ser su carta al esposo, en la que reafirma su amor
por Bolívar, su adhesión profunda al movimiento libertario y su
decisión de no volver al lecho conyugal. A la época no existía el
divorcio, y parece evidente que tal hubiese sido el camino que ella
habría elegido de tener tal opción. A la muerte de Thorne, Manuela,
a pesar de la virtual miseria en que vive para entonces, se niega a
recibir su herencia, pese a que le correspondía por ley.
Cuando
Bolívar enfrenta la oposición política santandereana, Manuela está
con él, y residen en Santafé de Bogotá. Le salva la vida cuando el
atentado de la llamada “noche septembrina”, el 25 de septiembre
de 1828. Es fama que Bolívar la bautizó entonces como “Libertadora
del Libertador”. En ausencia de Bolívar, Manuela se convierte en
un actor político por derecho y a nombre propio, y arremete contra
los seguidores de Santander, que buscan asentar el poder político ya
conquistado a nivel local y no continuar con las campañas en nombre
de la unidad de América, que se ha vuelto la nueva obsesión de
Bolívar.
Manuela
no acompaña al Libertador en el momento de su muerte, y a partir de
entonces es perseguida por los opositores, que le niegan toda
presencia política propia, la echan de la escindida Colombia, le
niegan la permanencia en su nativo Ecuador y la obligan a recluirse
en Paita, un árido puerto del norte de Perú, donde es visitada por
grandes figuras, como Simón Rodríguez o Giuseppe Garibaldi.
Manuela
muere en diciembre de 1856, probablemente de una peste (quizá
bubónica), y a eso debemos que sus pertenencias, incluso el baúl en
que guardaba su correspondencia con Bolívar, fuesen destruidas,
privándonos de la documentación histórica concreta.
Manuela
y Bolívar:
¿es
posible la verdad?
Mezcla
de amor de dimensiones trágicas y acuerdos políticos de tamaño
épico, la unión de ambos será siempre fuente inagotable de
inspiración poética. Esto les otorga un rango mitológico que
dificulta desentrañar la verdad histórica.
Pero
algunos puntos pueden inferirse con claridad.
1.-
Su encuentro y el inicio de su amor tienen un signo político.
Manuel
J. Calle era un gran periodista y un ágil narrador, pero sus
crónicas nos han hecho muy flacos servicios historiográficos. Así
como se inventó las sucesivas mutilaciones de Abdón Calderón en
Pichincha, o el grito de Córdova en las mismas laderas, tomó un
acontecimiento ocurrido en Lima (la tal corona de laureles), que tuvo
lugar entre la Campusano y San Martín, y lo trasladó a Quito,
ubicándolo entre la Sáenz y Bolívar. Lo más probable es que
Bolívar sólo viera a Manuela durante la recepción de la noche del
16 de junio.
Por
muy bella que haya sido la esposa de Thorne y por muy ardiente y
mujeriego que fuese el Libertador, no es imaginable que él se
aislara de su entorno quiteño por bailar con una dama. Ni siquiera
cuando esa dama era Manuela Sáenz. Creerlo posible es ofender la
memoria de Simón Bolívar.
Parece
evidente que Bolívar quería evitar relacionarse con la aristocracia
quiteña. Sabía bien, por sus experiencias anteriores en Caracas y
Santafé, y como lo certificaría más tarde en Lima, que las
oligarquías capitalinas habían sido cómplices y beneficiarias del
gobierno chapetón, y que buscarían, con todas las artimañas
melifluas, congraciarse con los nuevos poderosos. Desconocedor del
medio, Bolívar necesitaba tiempo para identificar a las personas y
saber quién era quién en esta ciudad que le obsequiaba Sucre.
Manuela
había vivido la misma situación en Lima, en 1820, cuando San Martín
-más ingenuo en su franqueza y más transparente en sus conceptos
que Simón Bolívar- cayó en las redes de una cortesanía virreinal
que paralizó su gestión guerrera y lo confinó a los palacios del
Rímac. Ella sabía, por haberlo vivido, que aquel era el camino que
conducía a la derrota.
Manuela
y Simón eran personas extremadamente inteligentes y de muy despierta
suspicacia política, como lo comprobarían en el curso de sus vidas.
Lo lógico es imaginar una escena en la cual la quiteña se ofrece
como instrumento verosímil para que Bolívar pueda rehuir los
diálogos comprometedores con una oligarquía que desconoce.
El
innegable flechazo entre ambos está, pues, constituido con los
mismos elementos que luego forjarán su unión: atracción física
irreprimible y acuerdos políticos esenciales.
Bolívar,
que hasta entonces sólo ha conocido damas de alcurnia y coquetería
sosas, o mujeres del pueblo, valerosas y francas pero sin sutilezas
culturales ni argucias políticas, ha encontrado finalmente a su
igual.
Manuela,
quien ha descubierto hace relativamente poco tiempo su propia pasión
política y que se encuentra en la plenitud de sus 25 años de edad,
ha hallado por fin a un hombre que ella pueda respetar y admirar, a
un tropical verdadero, dispuesto a jugarse la vida (pero no el honor
ni las creencias) por el rasgueo de una vihuela, la copa de un buen
vino, la sonrisa de una mujer hermosa o los acordes de un baile.
Se
han encontrado al fin, no importa si fortuitamente, porque en amor,
como en arte, el verdadero secreto de la sabiduría no consiste en
buscar, sino en reconocer los hallazgos cuando éstos se presentan.
2.-
Manuela es el pasado de Simón.
Para
junio de 1822, Bolívar está preso en la política. El joven
guerrero, que en marzo de 1812, luego de un feroz terremoto, proclamó
su decisión de someter incluso a la naturaleza y obligarla a
obedecerlo, ha caído en las redes de las maniobras palaciegas (que
no por republicanas son menos repugnantes que las anteriores
monárquicas).
Cuando
se lee la correspondencia del Libertador en los meses anteriores a
Pichincha, uno llega a la convicción de que el revolucionario, en el
sentido del soñador en armas, ha cedido el paso al político, en el
sentido del manejador del poder. El “che” Guevara se ha vuelto
Fidel Castro. Se diría que Bolívar está de regreso de los sueños.
Pero
Manuela ha emprendido recién el viaje de ida. La decisión del
batallón Numancia en Lima, del cual formaba filas su hermano José
María, y el arrojo que ha visto en argentinos y chilenos del
ejército de San Martín, así como la sangre que ha presenciado
correr por todo el camino entre Lima y Quito, le han dado un sentido
de revolución social colectiva a sus viejas querellas personales de
niña adulterina. Guardando las distancias, María Eva Duarte ha
encontrado al general Perón.
Sólo
tenemos cartas de amor cruzadas entre ambos. Es lógico. Convencido
de que su correspondencia sería muy poco secreta, el Libertador no
consulta jamás por carta a sus amigos. Da órdenes militares o
demanda entrevistas privadas. Para juzgar sobre el influjo que tal o
cual persona tuvo sobre él, no tenemos más datos que las menciones
indirectas que sus amigos u opositores expresaban sobre los
consejeros del general. Es por allí por donde podemos reconstruir la
enorme influencia de Manuela Sáenz sobre su amante. Por las
opiniones de sus generales.
La
odiaban. Casi todos los oficiales que trataban de refrenar el
renacido impulso revolucionario del Libertador se refieren a Manuela
como a una fuerza enemiga. La acusan como “culpable” de que el
gran hombre no cese en sus reclamos de emprender nuevas campañas y
mantener los bríos para inventarse patrias, en lugar de disfrutar de
las haciendas.
Muy
particularmente a partir de 1828, Manuela insiste ante Bolívar para
que éste no perdone a los culpables de la conspiración
“septembrina” y que adopte medidas enérgicas y radicales contra
los timoratos y traidores. Cuando es ella quien carga, lanza en
ristre, contra una muchedumbre adocenada que trata de incinerar una
efigie del presidente, los gritos y reclamos contra su presencia se
multiplican. Es entonces cuando el rencor por el tiempo que Bolívar
destinaba a ella se convierte en acendrado odio contra el opositor
político.
Infiriendo
de estas inculpaciones que el influjo de Manuela sobre Bolívar fue
grande y alentador podemos inducir la hipótesis de que Bolívar
encontró en Manuela su propio espejo, congelado en el tiempo.
Seguramente Manuela Sáenz era ante el Libertador Presidente la voz
rediviva del joven rebelde Simón Bolívar, que ya desde la
adolescencia se negó a dejarse ganar un encuentro deportivo por el
que sería más tarde el todopoderoso Fernando VII de España.
Cuando
Bolívar está en trance de convertirse en el conservador que legisla
para Bolivia, Manuela Sáenz sigue siendo la presencia de la “guerra
a muerte” que el otro Bolívar, el semi olvidado joven visionario,
había decretado contra los opresores de su patria.
Quiero
creer -y no hay dato histórico real que me lo impida- que el “viejo”
Bolívar (14 años mayor que su Manuela) escuchaba a su joven amante
hablar sobre el futuro de América y el castigo a los desertores del
sueño como si se oyera a sí mismo jurar sobre el monte sacro en
Roma. Quiero imaginar a un Bolívar enfermo en Pativilca recibir la
lección de furor y constancia que le propina su compañera, en quien
reconoce su propia voz de antaño.
Se
dice que el “che” Guevara volvió de su gira por África, luego
de afirmar allí que los países socialistas eran “cómplices
tácitos del imperialismo” en la explotación que ejercían sobre
el tercer mundo, y que a continuación se encerró 40 horas seguidas
para hablar a solas con Fidel Castro sobre la necesidad de mantener
la revolución como un signo ético y no sólo como un proyecto
econométrico. Quiero creer que así hablaban Manuela y Simón.
3.-
Manuela es la superviviente del sueño
Cuando
Bolívar muere, el 17 de diciembre de 1830, el sueño ya está roto.
El Congreso Anfictiónico de Panamá, que él convocara en 1825, ha
fracasado, y la propia Colombia que él forjó, como inicio de la
fusión de todo el continente, se ha deshecho. Es entonces cuando
exclama aquello de haber “arado en el mar y sembrado en el viento”,
o algo parecido.
Pero
Manuela vive 26 años más. Y Simón Rodríguez, 24.
Nadie
los quiere.
Verlos,
saber de ellos, escuchar sus palabras, produce algo cercano a la
vergüenza en los mediocres.
Manuela
y este nuevo Simón son la imagen del tiempo de los héroes, y los
caudillejos que han usurpado el lugar del gran hombre no quieren que
les recuerden aquel período. Podría resultar subversivo en los
oídos de unos jóvenes que ahora tienen que someterse a las
dictaduras que ellos están estableciendo en todo el continente.
Antonio
José de Sucre, 12 años menor que Bolívar y su claro heredero,
hubiese sido un peligro concreto. Por eso lo mataron. No importa cuál
de los beneficiarios haya sido el que dio la orden final.
Manuela
y Simón Rodríguez (que se hace llamar “Robinson”, por el
náufrago solitario Robinson Crusoe) no representan un peligro
militar tan inmediato. Ella es una mujer, privada a la época de
derechos políticos. El, apenas un subversivo educador, que sólo
acepta en su escuela a los hijos de delincuentes y prostitutas,
porque sólo de allí saldrá el futuro limpio, según afirma a los
pocos que aún quieren oírlo.
Y
nadie quiere saber de ellos. A Simón Rodríguez lo confinan en
Latacunga, limitado a ser profesor de un colegio de pueblo, y Manuela
Sáenz es impedida de volver a su patria por Vicente Rocafuerte.
Son
como dinosaurios.
Hay
que borrarlos de los registros, tratar de convencer al populacho de
que nunca existieron; que nunca hubo un tiempo de los héroes, y
entonces el presidente de Venezuela, general Guzmán Blanco, ordenó
en 1879 la publicación de las monumentales Memorias del general
O’Leary suprimiendo de ellas el tomo completo en que se hacía
mención de Manuela.
Fue
sólo en 1910 cuando ese volumen pudo ver la luz.
Y
fue como si Manuela volviera a renacer.
Porque
siempre estuvo allí.
Aquí.
Viva.
Fuente:
https://academiafrancmasonicaecuatoriana.wordpress.com/2012/06/16/bolivar-y-manuela-un-amor-en-armas/#more-294