lunes, 17 de octubre de 2016

LA REVOLUCIÓN FRANCESA (Por Jaime Muñoz Mantilla)

Resumen: Reflexiona sobre el estudio del pasado y la comprensión de la Revolución Francesa para buscar una sociedad justa y libre. Analiza las causas de esta revolución: la insurgencia de la burguesía, el avance de las fuerzas populares, y el desarrollo de nuevas fuerzas productivas del capitalismo, que requería nuevas superestructuras, entre ellas la educación y secularización para consolidar el Estado liberal burgués. Explica el papel de la violencia revolucionaria. Destaca los logros revolucionarios: la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, fundamento de los derechos humanos, el Laicismo, y la era de las repúblicas soberanas. Pero su pecado original es el gobierno “para el pueblo pero sin el pueblo” de la democracia representativa. Luego viene la decadencia de los principios revolucionarios, no en su contenido sino en la perversión de su naturaleza, pues la burguesía una vez en el poder traiciona los principios por privilegiar sus intereses crematísticos, avasalla derechos, lo que desemboca en globalización económica, neoliberalismo, doctrina del shock, violación de la democracia y del laicismo. La perspectiva, pese a que los signos de los tiempos son de descomposición, es la vigencia de la utopía de Libertad, Igualdad y Fraternidad, la que sigue siendo un faro luminoso.


Algunas reflexiones previas.

Circulan en la Red unos hermosos correos, la mayoría de ellos con reflexiones profundas de prohombres de la Historia antigua y contemporánea, que invitan a la conquista de la paz del espíritu, a la armonía con el entorno, a la autoestima, a la comunicación con Dios. Casi todos esos mensajes incorporan, como de pasada, una invitación a vivir el presente, “porque el pasado, pasó y el futuro es una incógnita”. En medio, pues, de la inocencia que parecen traducir, los mensajes de marras nos piden que olvidemos las cosas –buenas o malas– del pasado y que abandonemos los proyectos hacia el futuro, en una variante –¿cosas de la axiología post moderna?– de un hedonismo sui géneris, irresponsable, en el fondo, ahistórico. O, de tener –como puede legítimamente presumirse– una intención manipuladora de la conciencia, un propósito perverso.

Como contrapartida, nosotros apelamos al pensamiento activo, comprometido y militante, de quienes, a contrapelo de esa corriente irresponsable y que simula inocencia, invitan a volver los ojos a los hechos del pasado, sin escamotear incluso las minucias, a través de las cuales, según Carlo Ginzburg, el famoso aunque poco conocido formulador de su teoría histórica de “el paradigma indiciario”, es posible descubrir la verdadera Historia. Bolívar Echeverría, nuestro filósofo prematuramente desaparecido, en su magistral ensayo “Los Indicios de la Historia”, dice: “El historiador que es capaz de citar el pasado y de cumplir la cita con él, el historiador materialista, que se resiste a la complicidad a la que le invita el discurso de los dominadores, pasa su mano sobre la piel impecable de la narración histórica que ofrece ese discurso, pero lo hace necesariamente a contrapelo. Al hacerlo encuentra sin falta, bajo esa superficie reluciente, un buen número de cicatrices e incluso algunos muñones escondidos: indicios de que todo aquello que aparece en él como un documento o una prueba de cultura debe ser también, al mismo tiempo, un documento o una prueba de barbarie”. Y es desde este punto de vista desde el cual creemos que ha de recordarse y comprenderse uno de los acontecimientos más importantes de la Historia humana, la Revolución Francesa.

Carlos Marx –cuyo nombre creemos que hay como decirlo ya sin bajar la voz luego de que es posible borrar el estigma que pretendieron endosarle los “pensadores” del neoliberalismo aún vigente– expresa en su “18 Brumario”: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Y éste, también, es un elemento importante a considerarse, cuando, tras la grandeza de los acontecimientos que trastornaron Europa y América, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, tras el enunciado de los principios, pero sobre todo, tras el ejercicio práctico de esos enunciados: el Laicismo, los Derechos Humanos –para mencionar quizá lo más importante de la Revolución Francesa– y que fundaron con ello las repúblicas democráticas en los dos hemisferios, hoy, las postrimerías del Siglo XX y los inicios del XXI, contemplan su invocación para convertirlos en su caricatura o, desde el cinismo del poder, para reducirlos a cenizas. La Historia pues, ha de contarse, no para el contentamiento de la versación o para la justificación del pasado, pero sobre todo de la ignominia del presente, sino para el análisis, el descubrimiento de los entretelones, los empeños por desentrañar la verdad, a menudo ocultada por el poder, y para buscar los caminos hacia la conquista de una sociedad justa y libre.

La Revolución Francesa. Causas.

Aunque la violencia revolucionaria de 1789 y años siguientes fue en pos del cumplimiento del tríptico de Libertad, Igualdad y Fraternidad; aunque la movilización y participación activa y protagónica de los sans culottes, de los artesanos y campesinos, de los intelectuales forjadores de la Ilustración y la Enciclopedia se cobijaban, todos, con la bandera libertaria y emancipadora, y creían ciertamente en la utopía, la causa profunda de la transformación radicó en la decadencia del Ancien Regime, en la corrupción de la aristocracia, en la declinación fatal del feudalismo, y aliada de todas ellas, la Iglesia Romana; pero sobre todo en la insurgencia de una clase vigorosa, la burguesía, y en la demanda de una nueva estructura social, de un nuevo Estado, de una nueva Constitución y unas nuevas leyes, que expresaran a través de ellas, la nueva correlación de fuerzas y garantizaran su desarrollo, el desarrollo de las nuevas fuerzas productivas. Fue, precisamente, en pos de lograrlo que se revivieron los Estados Generales, aquellos que permanecían en hibernación desde 1614 por obra y gracia del absolutismo. Pero sobre todo, con su puesta en vigor –y dado el avance de las fuerzas populares– por la hegemonía del Tercer Estado, aquél que representaba al pueblo: a los sans culottes y por supuesto a los sectores más avanzados de la naciente burguesía, Tercer Estado que relegó a un papel virtualmente decorativo a los otros dos, los que representaban en la Asamblea a la monarquía y la nobleza, y cuyo principal papel, el del Tercer Estado, fue la supresión de los privilegios de la nobleza y el clero.

El Capitalismo, que había sentado ya sus reales en Inglaterra y los Países Bajos y que se tornaba vigoroso en la propia Francia, requería de unas nuevas superestructuras, sobre todo en el campo de la ciencia, la tecnología y, correspondientemente, en la educación. Todo ello comportaba un combate duro a la superstición, al dogma y al sometimiento espiritual ejercido desde la jerarquía de la Iglesia. Los grandes pensadores de la Ilustración, cuyo sustento ideológico se basó en los postulados de sus antecesores de los siglos XVI y XVII –aquellos del Renacimiento, lo mismo que del racionalismo y el empirismo de Bacon, de Locke y del Propio Descartes, al igual que en los logros científicos de Galileo o de Newton– pusieron énfasis en el recurso de la razón como fundamento epistemológico y ético para una nueva era de la Humanidad. Fueron ellos Voltaire, Diderot, D’Alembert, Montesquieu y Buffon, cuyo cuerpo ideológico se plasmó en la Enciclopedia y condujo al otorgamiento del título de Siglo de las Luces al siglo XVIII. Claro está que aunque el ejercicio del poder, tras el triunfo y la consolidación de la burguesía tomaron como fundamento a la Razón, lo hicieron aún desde el absolutismo, desde un virtual ejercicio dictatorial, vale decir desde la imposición por la fuerza, lo cual se explica, obviamente, dada la naturaleza revolucionaria del proceso, sin lo cual habría sido inevitable su fracaso y la reversión al pasado.

Pero el empeño de los enciclopedistas era, aun con la limitaciones que la práctica histórica a menudo impone, la educación del pueblo llano, como una respuesta dialéctica a lo que fue el espíritu del Antiguo Régimen, cuyo interés había sido mantenerlo en la ignorancia, ajeno a la reflexión, lejano de los logros científicos, todo ello sustentado, por lo demás, en el dogma religioso indiscutible, en la obediencia a la jerarquía de la iglesia, en la resignación a una vida de privaciones y miseria, en la aceptación de un orden social al que se le atribuía una decisión divina, y una promesa de vida en un incierto Más Allá. Era, pues, la educación, impartida desde el Estado, la que podía elevar la conciencia del pueblo, como el mejor vehículo que permitiera la consolidación del Estado liberal, del Estado burgués. Todo lo cual demandaba su secularización, la absoluta independencia de éste respecto de la Iglesia, secularización que se manifestaría con fuerza en el sistema educativo. Otorgándose el derecho al ejercicio a la creencia y las prácticas religiosas, se declara que ellas deben ser privativas de la conciencia individual y no impartidas por las escuelas estatales.

La violencia revolucionaria.

A despecho de las críticas que aun hoy se escuchan en contra de la naturaleza violenta de la Revolución Francesa, particularmente a la llamada Era del Terror, y sin querer convertirnos en apologistas de la violencia, es preciso destacar que la resistencia del Antiguo Régimen al cambio, –como ocurre siempre con las clases que se niegan a morir– resistencia ejercida desde la monarquía, desde la nobleza y el alto clero, tornaba inevitable su uso, que incluyó la supresión física de los monarcas, símbolos, por lo demás, de la opresión al pueblo, de la corrupción, la decadencia y su descomposición como clase hasta entonces prevaleciente. (Vale recordar, en un paréntesis, que esas prácticas violentas del poder que instauraba al Nuevo Régimen se ejercieron, también, en medio de las disputas y divergencias más o menos profundas entre los propios protagonistas, lo que costó, en pocos años, el paso por la guillotina de alrededor de 40.000 personas, entre ellas la cabeza del propio líder radical, Robespierre, llamado el “incorruptible”). No pretendemos aceptar como un dogma, ni tan solo como ley de la historia, el enunciado marxista que califica a la violencia como partera de la Historia, pero es pertinente encontrar las razones que la explican. Su condena, cuando los desheredados reclaman los derechos, surge, por lo demás y con mucha fuerza, desde los detentadores del poder, quienes hacen uso de ella precisamente para negar los derechos de los dominados. (La violencia, creemos, en esta especie de digresión, podrá erradicarse como práctica social, sólo cuando prevalezca la razón, pero sobre todo, cuando se convierta en realidad tangible el derecho a la vida digna de cada uno de los seres humanos).

Logros de la Revolución Francesa.

Destacamos, en primer lugar, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente francesa, el 26 de agosto de 1789. Vale resaltar que, pese a sus limitaciones –pues excluye a la mujer y a los esclavos–, será el fundamento para la elaboración de las constituciones de las repúblicas o las monarquías constitucionales de los siglos XIX y XX en la mayoría de países europeos y americanos, la propia Constitución de la República Francesa incluida, y punto de partida para la Declaración de los Derechos Humanos proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948. En su contenido, se alude a la libertad, señalando que todos los hombres nacen libres e iguales en derechos, y que los límites sólo pueden ser señalados por la ley; garantiza la libertad de opinión, de prensa y de conciencia. Garantiza, por supuesto, la propiedad privada –elemento básico de la legalidad burguesa–.

Luego, el Laicismo. Entendido éste, en principio como la separación de la Iglesia y el Estado, es punto de partida para dar al traste con el poder político de aquélla –aunque la Restauración en diversos momentos y espacios le devuelve, entre manipulaciones legales y eufemismos, espacios importantes del poder perdido–. La vigencia del Laicismo –como queda dicho renglones atrás– tiene su más importante expresión en la educación, cuando el Estado asume la responsabilidad de impartirla sin la ingerencia de la religión, desechando el dogma y basada en la ciencia y la razón. Y adquiere nuevas dimensiones cuando, como señala Guillermo Fuchslocher: “…el laicismo asume nuevos contenidos y se convierte en complemento indispensable que facilita el ejercicio efectivo de las libertades de pensamiento y de conciencia, mediante su institucionalización, tanto a través de normas jurídicas que lo asumen como componente esencial de los Estados democráticos, sobre todo para el ejercicio gubernamental y la educación pública, y a través de normas que proscriben u omiten los posicionamientos ideológicos o religiosos oficiales, por contrarios a las libertades de pensamiento y de conciencia y a la esencia pluralista de la democracia”.

Por último, y al referirnos a la organización del Estado, la naciente República deposita la soberanía en el pueblo, al disponer la elección de los gobiernos con el voto popular. Y establece la división de las funciones del Estado en Ejecutiva, Legislativa y Judicial, en base a las formulaciones teóricas de Hamilton, Locke y los franceses Rousseau y Montesquieu. ¿Qué garantiza ello? Previene que una rama del poder se convierta en suprema, divide el trabajo, impide la concentración de poderes, particularmente en la Función Ejecutiva, cuyo desempeño ha de ceñirse a las leyes que elabora el Congreso y está obligada a respetar la independencia de los tribunales de justicia. En una palabra, garantiza la vigencia de la democracia, con todas las limitaciones que ella exhibe, en el contexto del funcionamiento capitalista.

La Revolución Francesa inaugura una nueva era en la Historia de la Humanidad: la era de las repúblicas independientes, autónomas y soberanas. Legado de la Revolución Francesa son las repúblicas y aun las monarquías constitucionales de Europa hasta nuestros días, con los interregnos nefastos del nazismo alemán, el fascismo italiano y el franquismo español, afortunadamente superados –aunque se vislumbre en estos mismos días el peligro de su resurgimiento–. Lo es, también, la existencia de las naciones latinoamericanas, cuyo esfuerzo por poner en vigencia el liberalismo de inspiración en la Revolución Francesa arranca desde los albores de la Independencia, aunque muchas de ellas, la nuestra incluida, difícil y dolorosamente han pugnado por hacerlo, mientras fuerzas retardatarias de dentro y fuera se esforzaron, y se esfuerzan, por mantener su condición de banana republic.

El pecado original de la Revolución Francesa.

Nos referimos al enunciado atribuido a Voltaire de que el nuevo gobierno debe ser “para el pueblo pero sin el pueblo”. Es pecado original porque esa política se aplicó al pie de la letra en las prácticas del gobierno revolucionario. La movilización y participación popular en la toma de la Bastilla hacia el 14 de julio de 1789 y más acontecimientos precedentes y ulteriores no fue otra cosa que el debut de unas políticas consecuentes con aquel enunciado, y que tendrían continuidad y vigencia hasta nuestra contemporaneidad. No otra cosa es la llamada Democracia representativa, según la cual la participación del pueblo llano en la administración y decisiones de la cosa pública se reducía, y se reduce, a depositar la papeleta de votación en las urnas, tras lo cual, sus representantes o mandatarios dizque ejecutan la voluntad de aquél. Se aplica pues el enunciado: “gobernar para el pueblo pero sin el pueblo”.

Retrata este hecho la verdadera naturaleza del liberalismo dieciochesco, de la burguesía como clase dominante, lo cual desvirtúa en los hechos la puesta en práctica del tríptico de Libertad, Igualdad y Fraternidad, que se convierte, de algún modo, en un enunciado retórico desde quienes ejercen el poder, aunque seguirá inspirando el espíritu de los seres humanos como una utopía factible de convertirse en realidad.

En rigor, y pese a los logros espirituales que dignifican de algún modo la condición humana, la verdadera libertad que interesa a la burguesía y la propicia, una vez dueña del poder político, es la libertad de comercio, la libertad para la movilidad de las mercancías que produce y posteriormente de los capitales, la libertad para ingresar, sin trabas, en los mercados internacionales. La libertad, en fin, para la acumulación. Libertades cuya puesta en práctica podía conducir, como en efecto condujo, a la negación de las otras, las legítimas, las que responden a los intereses del pueblo: la de conciencia, la de pensamiento, la de expresión, la de asociación, y la más importante: el derecho a la vida. Negación de tales libertades de que ha sido testigo la Historia, como lo atestigua, entre otros acontecimientos trágicos, la violenta represión a los trabajadores de Chicago ese lejano Primero de Mayo, en el país, paradigma del liberalismo, los EE. UU. de Norteamérica.

Pero no sólo eso. Sino que a renglón seguido de tan profundos cambios de la epopeya revolucionaria de 1789, de los avances en la elaboración de la Constitución de la República, hacia 1795, el absolutismo, el despotismo y la segregación se reinstalan en la patria nueva, al tomar las riendas del poder el general Napoleón Bonaparte. Más allá de la verificación cierta de que él consolida las conquistas de la Revolución en la propia Francia y de que sus guerras de conquista difunden los principios de la Revolución por todo el continente europeo, no es menos cierto que en una paradoja medio inexplicable, se lo hace desde el ejercicio imperial, forma de la monarquía que la propia Revolución derrocó. Antes aún del advenimiento napoleónico, el propio Robespierre, la cabeza implacable del proceso, el incorruptible radical, se opuso a la liberación de los esclavos negros en Haití. Y luego de que, de todos modos, ésta se diera por la perseverancia del pueblo negro en conquistar su libertad y construir su propio destino, y por la solidaridad de los sans culottes de la metrópoli, Napoleón dispuso la reconquista, la misma que contempló incluso la cacería, a sangre y fuego, de los cimarrones para devolverles a su condición de esclavos. (En literatura, se relata este trágico acontecimiento en la monumental novela de Alejo Carpentier, el Siglo de las Luces). Así pues, la libertad y la igualdad proclamadas en la Declaración de Derechos del Hombre y el ciudadano tenían vigencia en la metrópoli imperial. No en la colonia a la que se le negaba su independencia y soberanía. Una vez más, se cumplía la afirmación de Marx en su ensayo político, el 18 Brumario, según la cual los personajes y hechos de la Historia de Francia aparecían dos veces: la primera con la epopeya de la lucha libertaria del pueblo haitiano y la liberación de los esclavos, consecuencia de los vientos revolucionarios venidos de la metrópoli, la segunda, cuando la libertad se sepultaba en la pequeña isla del Caribe, esta vez como farsa.

Lo que conduce a concluir, una vez más y adicionalmente, que los períodos históricos no pueden encasillarse en compartimientos estancos, sino que tienen flujos y reflujos y que los autores y protagonistas de los reflujos, aun en detrimento de los principios de una axiología revolucionaria, no trepidan en traicionarlos si ello ha de servir a los intereses de la clase explotadora. Y estos hechos son, de algún modo, las cicatrices y los muñones a que alude el filósofo Echeverría, que deben desnudarse, junto con muchos más, prolongaciones de aquellos en nuestra contemporaneidad de la centuria naciente.

Decadencia de los principios de la Revolución Francesa.

El contenido de los principios, claro está, no sufre decadencia alguna. Decae la actitud de los seres humanos frente a ellos. Decae la consecuencia con ellos, decadencia que se manifiesta en la perversión que se hace de su naturaleza intrínseca. Y ello ocurre, al referirnos a la Revolución Francesa, liberal por antonomasia, debido a la condición natural de la clase que la llevó a cabo, que la lideró, que la universalizó: la burguesía. La Historia que se escribe –sin menoscabo del esfuerzo de los investigadores serios, éticamente responsables– deforma la realidad, a fin de legitimar a las instituciones creadas, por espurias o deformadas que éstas puedan haber devenido; a los protagonistas, por corruptos y estultos que se muestren; a las circunstancias, por dramáticas, trágicas o perversas que sean. Remitiéndose al pensamiento del filósofo alemán Walter Benjamin, Bolívar Echeverría afirma que “la autoconciencia de la historia, la dinámica de la historia reflexionando sobre sí misma, mira en el progreso de los tiempos un viento huracanado, devastador, que amontona ruinas a su paso. Es el viento que sopla desde el cielo de los poderosos y que les asegura el triunfo”. Esta profunda reflexión, dicha en forma poética, expresa, ni más ni menos, que la Historia se escribe para justificar la realidad vigente, desde los intereses de la clase dominante, aunque para ello tenga que borrar los hechos ocurridos, los indicios reveladores (Lo hicieron durante el estalinismo, al borrar de la Historia rusa el nombre de uno de los más importantes protagonistas de la Revolución Bolchevique, León Trotsky). Hablamos, obviamente, de la Historia oficial. Pues la de los historiadores materialistas, a que alude Echeverría a quien citamos desde el comienzo de esta reflexión, es la de los insobornables, como el caso del magnífico pensador Eduardo Galeano, poeta historiador que jamás calla por miedo o complicidad con el poder, para referirnos tan sólo a uno de los muchos que afortunadamente florecen en todas las latitudes del planeta.

La burguesía, tras haberse comportado con la consecuencia, aun heroica, que le demandaba la circunstancia histórica, en la Revolución, una vez dueña del poder, cambia su rumbo, trastoca los valores, traiciona los principios, privilegia sus intereses crematísticos. Y pasa a avasallar incluso los derechos del hombre y el ciudadano que ella mismo proclamó en las postrimerías dieciochescas, cuando explota hasta la ignominia al proletariado industrial y, en el avanzado siglo XX legitima formas esclavistas del trabajo, revierte las conquistas laborales alcanzadas tras luchas cruentas y sacrificadas, en esa grotesca estructura que monta, vía globalización económica, desde una seudo ideología a la que califica de neoliberalismo. Y es este sistema –el llamado neoliberalismo– precisamente la expresión acabada de la degeneración del liberalismo, cuando las potencias que lo proclaman, las empresas transnacionales que lo defienden y financian, aupadas por los diseños económicos del tristemente célebre Premio Nobel de Economía, Milton Friedmann y su equipo de Chicago boys, no sólo que inspiran desde la teoría sino que participan activa y personalmente en la instauración y consolidación de los regímenes más violentos y brutales, en los que funciona a plenitud el terror de Estado, en ese mecanismo siniestro que la magnífica investigadora canadiense Naomi Klein denomina la Doctrina del Shock.

Es el mismo neoliberalismo que pretende imponer, desde los Estados Unidos y ahora desde la Unión Europea, vía acuerdos económicos asimétricos, llamados Tratados de Libre Comercio o Acuerdos de Asociación, la hegemonía del capital transnacional a los pueblos de la periferia, aunque ello signifique la destrucción de sus pequeñas economías y la pérdida real de su soberanía. Y en otros casos, imponga, efectivamente, vía la guerra de conquista, ese modelo y esa hegemonía con el único propósito de saquear las riquezas naturales de los países, como lo viene llevando a cabo con las atormentadas patrias iraquí y afgana.

La decadencia, en fin, de la sociedad estructurada por el liberalismo, que construyó la Revolución Francesa, se manifiesta en el deterioro implacable de la institucionalidad en el país de Washington y Lincoln, cuando a finales del año 2000 se monta la farsa más grotesca en el proceso electoral de ese país, para burlar la voluntad popular que otorgaba el triunfo al candidato demócrata Al Gore y lleva a cabo el más burdo golpe de Estado, a fin de encaramar en el poder al peor de los presidentes de los EE. UU. de Norteamérica, desde la fundación de la Unión, el señor George Walker Bush, instrumento él de los sectores empresariales más retardatarios, voraces y guerreristas. Por primera vez, creemos, se consuma un fraude electoral en el país paradigma del respeto a las instituciones (Léase, para más amplia información referida a ese fraude, Estúpidos hombres Blancos, denuncia valiente e implacable del periodista norteamericano Michel Moore). Y hablemos nuevamente del Laicismo. No creo que exista un país en el mundo occidental que más haya pervertido su esencia, que Norteamérica. Y aunque la mente incontaminada de sus mejores hombres y mujeres persevera en demandar una educación basada en la razón y la ciencia, los empeños por acabar con la educación laica obtienen triunfos, aunque parciales, que incluyen la estigmatización de la Teoría de la Evolución de Darwin, para reemplazarla por la mitología bíblica de la Creación. Referido a lo cual, citando nuevamente a Guillermo Fuchslocher “Cuando la burguesía deja de ser revolucionaria no duda en sacrificar las libertades políticas si éstas entran en conflicto con las libertades económicas y en eliminar el liberalismo ideológico (el laicismo) cuando se dan cuenta que el control de las conciencias que brindan las religiones es uno de sus mejores aliados”. Y qué decir de la libertad de expresión, tan cara otrora al pueblo norteamericano. Convertida hoy, más o menos desde el macartismo, en una verdadera caricatura, no es otra cosa que la máscara con que el gran capital manipula la conciencia del pueblo norteamericano, pero también de amplios sectores de la población mundial, al ocultar la información, tergiversar los hechos, confundir, aceptar y difundir la mentira fraguada desde el poder para justificar las guerras de agresión y de conquista, y acallar las voces de la dignidad. ¿Por qué nos referimos a Norteamérica, si lo que nos convoca es la recordación de la Revolución Francesa? Primero, porque la Independencia Norteamericana le precedió a aquélla y le aportó con muchos de sus principios democráticos para su realización. Y segundo, porque el país que con más empeño y denuedo desarrolló las instituciones liberales y los principios de la democracia, han sido los EE. UU. A diferencia de Francia, cuyos reflujos se expresaron en el Imperio Napoleónico, la presencia aunque relativamente corta de Luis XVIII y, por supuesto, la reinstalación de la monarquía con Napoleón III, Norteamérica jamás, desde la Independencia de Inglaterra, instauró monarquía alguna en su propio territorio.

Sin desmedro, por supuesto, de que, desde su nacimiento mostrara su vocación imperial, vía la teoría seudo mesiánica del Destino Manifiesto. A lo que hemos de añadir que aquel suceso histórico de la reversión libertadora de Haití en el lejano siglo XIX cobra actualidad cuando el neoimperialismo subyuga a los pueblos del llamado Tercer Mundo, sometiéndolos a una condición neocolonial, mientras, claro está, procura mantener el bienestar incluso de su proletariado en la metrópoli.

Perspectiva.

Cuando en entrevista periodística le preguntaron al líder chino Mao Tse Tung, sobre su opinión respecto de la Revolución Francesa, él respondió que era demasiado corto el tiempo transcurrido para poder evaluarla. Seguramente al conductor de la Gran Marcha le asiste la razón, puesto que los períodos históricos, la forma de organización que adoptan las sociedades tienen duraciones mucho más prolongadas. Pensamos, no obstante, que son bastante claros los signos de la decadencia de un modelo, aunque sólo hayan transcurrido escasos dos siglos de su permanencia en la Historia humana, si nos hemos de remitir a la transformación de 1789 como el punto de partida. En todo caso, si aun se cuentan los tiempos desde el momento en que los artesanos pierden sus instrumentos de trabajo para tornarse asalariados, es decir desde que se inaugura el modo de producción capitalista, no hablamos de más de 4 o 5 siglos. Porque, ¿Cuántos siglos vivieron las sociedades esclavista y feudal? ¿Se deberá esperar tiempos similares para que el capitalismo y su modelo político, económico y administrativo de corte liberal cedan el paso a otras estructuras más justas, más humanas?

Reiteramos: los signos de los tiempos son signos de descomposición. Pero su contrapartida son las manifestaciones de inconformidad de los grandes conglomerados humanos, sobre todo desde que el capitalismo no trepida en destruir la vida en el planeta, con tal de acumular riqueza. Y, por lo demás, los cambios de la estructura social bien pueden darse al ritmo vertiginoso de la celeridad con que la ciencia y la tecnología avanzan, un ritmo de algún modo alucinante. Recuérdese que Marx –apelamos una vez más a su pensamiento– afirmó que lo que llevará a la transformación radical de la estructura social y la abolición de las clases sociales, será la ciencia y la tecnología. Es posible aventurar que el desarrollo vertiginoso de éstas resulta incompatible con el modo de producción capitalista.

Recordemos, finalmente, que los intentos por alcanzar la verdadera liberación de las fuerzas productivas, en un desarrollo de los principios de la Revolución Francesa, pero ahora orientados a la justicia social, se dieron ya. Fue la Comuna de París, que antes de que transcurrieran cien años desde la Toma de La Bastilla, intentó alcanzar el poder para los trabajadores asalariados. Su previsible derrota –Marx lo señaló, sin embargo de lo cual la justificó y respaldó como un intento libertario legítimo– obedeció a la desventaja enorme en la correlación de fuerzas, frente al propio poder burgués, su virtual alianza con la nobleza y la monarquía hace poco derrotada y al apoyo de Bismark, el Kaiser alemán temeroso de que la chispa de la Comuna incendiara toda Europa.

Y ahora, sin que los estudiosos de la Sociología, la Antropología social, la economía vislumbren aún el modelo que habrá de reemplazar a esta ignominia llamada capitalismo, y luego del fracaso del ensayo socialista, colapsado apenas tras 70 años de vigencia, creemos que la utopía de Libertad, Igualdad y Fraternidad sigue siendo el faro luminoso que guía el camino hacia la liberación del ser humano de las cadenas de las explotación y de la enajenación. Y lo es en la medida en que aún perviven la opresión, la injusticia y el odio.

Para alcanzar la plenitud de su vigencia, concluimos con una afirmación, tomada de Bakunin, cuando él afirma que libertad e igualdad deben ir de la mano pues de lo contrario la primera se convierte en una mentira. Y con un interrogante: ¿Será posible que la razón humana prevalezca, a fin de que los cambios necesarios transcurran en relativa paz, o habrán de ser procesos inevitablemente cruentos? Tienen la palabra todos los habitantes del planeta, en primer lugar los trabajadores manuales e intelectuales creadores de riqueza y bienestar, pero también aquéllos que hoy por hoy desoyen el clamor por la vida.

Quito, julio de 2010.



Fuente: https://academiafrancmasonicaecuatoriana.wordpress.com/2010/07/29/la-revolucion-francesa/#more-268

Los Primeros Sefarditas Masones

En Inglaterra, el rey Eduardo I decretó la expulsión de los judíos en 1290 (algo más de doscientos años antes de que los Reyes Católicos lo hicieran en España). Sin embargo, cierto número de judíos se introdujo en aquel país clandestinamente durante los siglos subsiguientes. Eran, en su mayoría, de origen ibérico (sefardíes) y se hacían pasar por conversos, aunque continuaban practicando privadamente la religión de sus mayores. Se trataba de “marranos” (nombre que recibieron en Castilla por “marrar” en la fe cristiana). Sus contactos comerciales con el exterior y su dedicación a la medicina y otras ciencias (ya que no se les permitía ejercer oficios, ni ingresar en el ejército) favorecían los intereses de la corona británica y ello les valió una tolerancia de hecho que solo consiguieron oficializar bajo el reinado de Carlos II Estuardo, en 1664.


Así pues, la inmensa mayoría de los judíos británicos, hasta el siglo XVIII, eran de origen español y portugués. Tras fundarse la londinense Orden Francmasónica, en 1717, cuyo objetivo fundamental era constituirse en “centro de unión de todos los hombres libres y de buenas costumbres”, por encima de las diferencias raciales, religiosas o ideológicas que siempre los han distanciado o enfrentado, algunos ciudadanos judíos comenzaron a interesarse vivamente por aquella oportunidad de integración social no discriminatoria y sin precedentes, postulada por un puñado de idealistas de formación esencialmente cristiana.

Aunque anterior a la existencia de la primera Gran Logia inglesa, el rabino Yejuda Yacob León (1603-1675) merece ser mencionado por haber aportado unos nuevos diseños del Templo de Salomón que merecieron gran atención en Amsterdam y en Londres. Hasta el punto de pasar a ser conocido como “León Templo”. Mucho más tarde, la Gran Logia de los “Antiguos” (creada en 1751) adoptaría uno de aquellos diseños incluyéndolo en su escudo heráldico, perdurando tal símbolo también en el escudo de la posterior Gran Logia Unida de Inglaterra (la de 1813).

Al parecer, el primer masón judío inglés conocido fue el sefardí Francisco Francia (“el Jacobita”). En 1725 figuran ya en la Gran Logia de Inglaterra: Israel Segalas y Nicolás Abrahams y en la segunda edición del Libro de las Constituciones, publicada por James Anderson en 1738, se menciona a Salomón Méndez, Benjamín da Costa, Isaac Barett y Moisés Méndez, todos ellos sefarditas. En la Gran Logia de los “Antiguos”, figuraron David Lyon o León, Moisés Isaac Levi (llamado Ximénez) y John Paiba. Sin olvidar a los dos sefarditas británicos masones juzgados por la Inquisición portuguesa por tener tal filiación y no por judaizantes: John Coustos e Hipólito da Costa Pereira-Hurtado de Mendoza. El primero lo fue en 1740 y el segundo (que luego fue Gran Maestre Provincial de Rutland), en 1810.

Otros Hurtado de Mendoza británicos, originarios de Livorno (el más importante centro sefardita italiano de aquella época), fueron los luego apellidados Disraeli (Isaac y Benjamín, padre e hijo convertidos al cristianismo, aunque no masones, alcanzaron conocida notoriedad literaria y política).

También sefarditas, llegados a Holanda durante los siglos XVI y XVII procedentes de España y de Livorno, pasaron luego a las colonias americanas, donde, al surgir la Francmasonería en el siglo XVIII, algunos fueron iniciados en las logias creadas en Georgia (como fue el caso del primer judío masón norteamericano conocido: Moisés Nunis o Núñez, en 1732). En Massachusets (con la familia de Abraham Campanal), en Rhode Island y en Carolina del Norte y del Sur, quedó registrada la presencia de diversos judíos sefarditas. El sefardita antillano Emmanuel de la Mota participó, junto a otros masones europeos y norteamericanos, en la creación del primer Supremo Consejo del Rito Antiguo y Aceptado- R.·.A.·.A.·., en 1801 al 1802.


Fuente: fenixnews.com