martes, 11 de octubre de 2016

LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y LA REVOLUCIÓN QUITEÑA DE 1809 (Por Jorge Núñez Sánchez)

Resumen: Hay una indudable influencia de la Revolución Francesa en nuestra independencia y una conciencia libertaria propia, y ambos procesos son parte de las revoluciones burguesas de la época. El antecedente es la situación de Hispanoamérica y de Quito en particular en el siglo XVIII, que vivía una crisis de dominación, debilitamiento de la dependencia, consolidación socioeconómica y política de los criollos, a lo que se sumaron las reformas borbónicas y la expulsión de los jesuítas, inscritas en la recolonización económica emprendida por la metrópoli, lo que produjo resistencia social manifestada en protestas y levantamientos. Los primeros contactos entre Quito y Francia se dieron con las expediciones científicas europeas, influenciadas por la Ilustración, como la Misión Geodésica Francesa, que reveló una Ilustración quiteña y produjo una conciencia geográfica. El despotismo ilustrado de Carlos III permitió la circulación de las ideas, principalmente en las universidades coloniales, incluyendo Quito, lo que permitió el acceso a libros prohibidos de notables pensadores y produjo la madurez intelectual de la élite criolla, la que fortaleció su naciente proyecto nacional, criticó el agresivo eurocentrismo de algunos ilustrados europeos, lo que justificaba el colonialismo, y se formó una inicial conciencia política. Las noticias de la Revolución Francesa en Hispanoamérica produjeron sorpresa y represión por el temor de la monarquía española a los hechos revolucionarios. En este contexto llegó la Francmasonería, la que brindó en sus logias espacios de libertad dentro del despotismo imperante y constituyeron focos de pensamiento revolucionario. Sin embargo, en este proceso existieron límites y metas de la insurgencia criolla, determinados por los intereses económicos y de clase, por lo que aspiraban a la emancipación que los convirtiese en clase dominante y les otorgase el poder político, pero no a una revolución social. Por esto la Revolución Quiteña de 1809 fue una revolución conservadora y estaba condenada al fracaso.

INTRODUCCIÓN

Es ya un tópico de la historia latinoamericana hablar sobre la influencia de la Revolución Francesa en la Independencia de América Latina. La historiografía liberal se empeñó en destacar esa influencia, al punto de mostrar a nuestro proceso emancipador como un efecto histórico de la gran transformación francesa. De su parte, la historiografía conservadora buscó minimizar esa influencia y destacar lo que nuestra emancipación tuvo de propio y particular. Vistas las cosas con objetividad, es obvio que esa influencia existió y que varias ideas revolucionarias de Francia alimentaron el ideario de nuestros próceres, en especial las contenidas en la “Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano”, aunque el proyecto político fundamental de los insurgentes hispanoamericanos surgió de su propia realidad y se alimentó de su particular conciencia liberadora.

Por lo demás, ambos procesos formaron parte del ciclo de revoluciones burguesas del mundo occidental, que comenzó con la Independencia de los Estados Unidos (1775-1783), continuó con la Revolución Francesa (1789-1799), siguió con la Revolución Haitiana (1791-1804) y culminó con la Independencia de Hispanoamérica (1809-1824).

HISPANOAMÉRICA Y QUITO EN EL SIGLO XVIII

A fines del siglo XVIII, cuando ya llevaba tres siglos la presencia española, Hispanoamérica seguía siendo un espacio colonial de grandes proporciones geográficas, que se extendía desde California hasta la Patagonia y desde el Atlántico hasta el Pacífico. Y aunque formalmente continuaba todavía bajo el dominio de la corona española, en su seno bullían fuerzas sociales y económicas que ponían en cuestión el otrora seguro y absoluto dominio metropolitano.

A la hora en que estalló la Revolución Francesa, en julio de 1789, Hispanoamérica vivía una crisis, exactamente una “crisis de dominación”, que se expresaba en una cada vez más endeble dependencia económica con relación a la metrópoli y en un paralelo desarrollo de las fuerzas productivas internas. Este fenómeno, iniciado en el siglo XVII, determinaba que la mayor parte de la riqueza producida en la América española se invirtiese o acumulase en su mismo territorio en gastos de defensa y administración, construcción de obras, pago de sueldos y obligaciones oficiales, adquisición de abastecimientos para la industria minera y otros similares, por lo que el tesoro remitido anualmente a España equivalía apenas a un 20 por ciento de la riqueza total producida.

Otros fenómenos conexos expresaban también el progresivo debilitamiento de los lazos de dependencia económica entre las colonias hispanoamericanas y su metrópoli. Un vigoroso desarrollo de la agricultura y una creciente producción manufacturera, habían terminado por marcar una creciente independencia americana frente a los abastecimientos de la metrópoli, que provenían en su mayor parte de terceros países, con lo cual la riqueza americana remitida a España terminaba en gran medida en otras manos. A su vez, el comercio intercolonial se había vuelto cada vez más amplio, gracias al desarrollo de buenos astilleros -como los de Guayaquil, Cartagena y La Habana- y la posesión de importantes flotas mercantes por parte de algunas colonias. Esto determinó que también las colonias no mineras, que poseían una economía de plantación (como Venezuela o Quito), exportaran sus productos a otros territorios coloniales o los vendieran a comerciantes de otros países. También en el plano de la defensa, Hispanoamérica dependía fundamentalmente de sus propias fuerzas y recursos, con lo cual el último lazo de dependencia con España se había vuelto también innecesario.

La estructura social hispanoamericana reflejaba en gran medida esos profundos cambios ocurridos en la economía colonial. Había surgido una poderosa clase de colonos criollos, formada por hacendados, plantadores, mineros, comerciantes y armadores de barcos, cuyos intereses se orientaban hacia la expansión y la acumulación, por lo que chocaban frecuentemente con los de la corona, orientados al simple expolio colonial.

Esa consolidación económica y social de la clase criolla también tuvo notables efectos en el campo político. Los colonos criollos, también llamados “españoles americanos”, descendían en su mayor parte de los conquistadores y colonizadores de estas tierras, por lo que reclamaban para sí un papel preponderante en la administración colonial, que en la práctica estaba en manos de un grupo de burócratas venidos de la península, que tenían como únicos objetivos mantener la sujeción de estos territorios a la metrópoli y obtener los mayores ingresos posibles para la corona. Fue así como en las colonias españolas de América llegó a constituirse un “poder dual”, entre una “clase dominante a medias”, la criolla, que controlaba todos los medios de producción fundamentales y los circuitos económicos internos, y una casta burocrática (la de los “chapetones” o “gachupines”) que detentaba el poder político en representación de la clase dominante metropolitana.

Esa rivalidad conflictiva entre criollos y chapetones había tenido múltiples ocasiones de manifestarse a lo largo de la historia colonial, pero en el siglo XVIII alcanzó una virulencia inusitada, expresada en motines, rebeliones y alzamientos ciudadanos, dirigidos por los Cabildos, centros del poder criollo, y enfilados contra el poder colonial, radicado en Virreyes, Capitanes Generales, Presidentes de Audiencias o autoridades menores.

Esa situación de independencia económica “de facto” que existía en Hispanoamérica tuvo que enfrentar, a partir de 1763, un nuevo esfuerzo imperialista de España, donde el rey Carlos III, motivado y asesorado por un grupo de notables ministros, formados en el espíritu de la Ilustración, había decidido restaurar el dominio colonial en toda su plenitud, como medio básico de impulsar el desarrollo económico y reforzar el poder imperial de España.

Una común lógica colonialista hizo que las monarquías española e inglesa iniciaran paralelamente, hacia 1765, una ofensiva política contra sus respectivas colonias americanas, que en ambos casos se proponía la reconquista económica de éstas. Tanto Inglaterra como España habían llegado a la conclusión de que la creciente autonomía económica de sus colonias amenazaba las posibilidades de desarrollo metropolitano, por lo que se imponía una recolonización económica, que eliminara las tendencias de crecimiento autárquico de sus espacios coloniales y los sometiera a un nuevo y más eficiente sistema de expolio colonial.

Ambas políticas de reconquista económica tenían signos comunes. Uno era la prohibición de que en las colonias se establecieran nuevas fábricas, que en el caso español incluía medidas para liquidar las manufacturas existentes, en busca de estimular el desarrollo de la industria metropolitana y convertir a las respectivas colonias en mercados cautivos de ésta. Otra iniciativa común era el establecimiento o reforzamiento de los sistemas monopólicos de comercio colonial, con miras a incrementar las utilidades metropolitanas y controlar más directamente a ciertos sectores productivos de las colonias.

Pero esos paralelos esfuerzos de reconquista económica produjeron distintas reacciones en la América Inglesa y la América Española, en razón de las diversas realidades sociales y políticas preexistentes en cada una. En Norteamérica, la reacción fue prácticamente inmediata, pues su población inició un boicot a los productos ingleses y se amotinó contra las autoridades coloniales (1770), en un proceso de insurgencia que, a partir de 1775, alcanzó el nivel de insurrección armada, en 1776 fue consagrado por la “Declaración de Independencia” de las trece colonias y en 1781 culminó triunfalmente, con la rendición británica en Yorktown. En la extensa y más compleja América Meridional, la reacción criolla fue lenta y conllevó un largo proceso de acumulación de fuerzas y toma de conciencia por parte de los sectores sociales afectados. Empero, el resultado final fue el mismo que en las colonias inglesas del norte: la búsqueda de emancipación política, que se inició en 1809 con la Revolución Quiteña, y concluyó quince años después, en la batalla de Ayacucho, tras un violento y generalizado proceso de independencia.

Recolonización y resistencia social

Una de las primeras acciones de la recolonización impuesta por las “reformas borbónicas” fue la reorganización administrativa del imperio colonial americano. Se crearon nuevos virreinatos, como el de Nueva Granada y el de Río de la Plata, y surgieron nuevas unidades administrativas, a la par que se nombraron nuevos funcionarios, los intendentes, que reemplazaron a los corregidores y alcaldes mayores y se convirtieron en el más concreto mecanismo de la recolonización. En general, la administración fue fortalecida y modernizada, con miras a liquidar ese “poder dual” que hasta entonces había existido y era la más notoria prueba de la debilidad del poder metropolitano en tierras de América.

El primer golpe de la reconquista contra el poder criollo fue la expulsión de los jesuitas (1767), ejecutada al mismo tiempo en todo el continente. La medida obedecía sin duda a un frío cálculo político. Al expulsar a los jesuitas y apoderarse de sus recursos y propiedades, la corona liquidaba el poder bancario que financiaba a los propietarios y empresarios criollos, debilitaba la capacidad económica de éstos, obtenía grandes riquezas y eliminaba una parte sustancial del poder latifundista en sí mismo. A su vez, en el plano político, privaba al criollismo de su élite intelectual, pues la mayor parte de los jesuitas extrañados era de origen criollo y provenía de las grandes familias locales; al mismo tiempo, se rompía en gran medida el vínculo social establecido entre la Iglesia y la clase criolla.

Las reformas borbónicas terminaron por agravar la oposición entre criollos y chapetones, por sublevar a las masas mestizas e indígenas y por crear una conciencia de identidad entre la intelectualidad americana. Lo que es más: al calor de la resistencia social a la reconquista, el pensamiento criollo logró hegemonía en la sociedad hispanoamericana, de modo que sus reivindicaciones dejaron de ser exclusivas de una élite para pasar a influir cada vez más en el pensamiento de las masas populares.

La primera protesta popular se dio en Quito, el año de 1765. Esta Audiencia era asiento de una de las más desarrolladas economías coloniales y uno de los más rebeldes núcleos de pensamiento criollo, y entre 1592 y 1593 había protagonizado la formidable “Revolución de las Alcabalas”, cuyos líderes llegaron a cuestionar públicamente la autoridad real y a proclamar tempranamente su voluntad de independencia. La nueva revuelta, ocasionada por la imposición del Estanco de aguardiente y la Aduana para los víveres, se hizo bajo la consigna de “¡Mueran los chapetones y abajo el mal gobierno!”. Las masas insurrectas vencieron a las tropas reales y destituyeron a las autoridades, pero carecieron de liderazgo y proyecto político, por lo que finalmente se desbandaron.

Ese mismo año se produjo el levantamiento de los mayas de Yucatán contra los tributos, liderado por Jacinto Canek. Y en 1780 estalló la revolución india de Túpac Amaru, en el Perú, que llegó a movilizar un ejército de 200.000 hombres y a poner en jaque a las autoridades del Virreinato. Proclamándose nuevo Inca, Túpac Amaru afirmó entonces: “Los reyes de Castilla me han tenido usurpada la corona y dominio de mis gentes, cerca de tres siglos, pensionándome a los vasallos con sus insoportables gabelas, tributos, lanzas, sisas, aduanas, alcabalas, catastros, diezmos, Virreyes, Audiencias, Corregidores y demás Ministros, todos iguales en la tiranía; estropeando como a bestias a los naturales de este Reyno” (Picón Salas, p. 183).

Poco después, en 1781, estalló el movimiento de los comuneros del Socorro, en la Nueva Granada, producido también por los nuevos impuestos coloniales. Una tropa entre mestiza e indígena, de más de 20.000 hombres, cercó al poder colonial y lo obligó a firmas las “Capitulaciones de Zipaquirá”, por las que se abrogaban los impuestos y estancos, se reconocían los derechos indígenas a la tierra y el derecho de los criollos a ocupar los altos cargos administrativos. Su líder, José Antonio Galán, llegó a proclamar el fin del colonialismo español: “Se acabó la esclavitud”. (Ocampo, pp. 58 y 59).

Aunque todos estos movimientos fueron finalmente derrotados, lo cierto es que minaron profundamente el sistema colonial y estimularon el desarrollo de una nueva conciencia americana. Una buena muestra de esta fue la representación que el Cabildo de la Ciudad de México dirigió al rey, en 1771: “(El español) viene a gobernar unos pueblos que no conoce, a manejar unos derechos que no ha estudiado, a imponerse a unas costumbres que no ha sabido, a tratar con unas gentes que nunca ha visto…Nunca nos quejaremos que los hijos de la antigua España disfruten de la dote de su madre; pero parece correspondiente que quede para nosotros la de la nuestra. Lo alegado persuade, que todos los empleos públicos de la América, sin excepción de algunos, debían conferirse a sólo los españoles americanos, con exclusión de los europeos…” (Morris et al., 1976, I, pp. 49-52).

Enfrentados a la creciente resistencia criolla, los administradores coloniales buscaron acentuar su control sobre la sociedad colonial, convencidos de que su reconquista económica era la única garantía de pervivencia del colonialismo. El Ministro de Indias, José de Gálvez, escribía en 1778 al Virrey de Nueva Granada, respecto al “libre comercio” decretado por la corona: “Los americanos pueden hacer el comercio entre sí de unos puertos a otros, dejando a los españoles de esta península el activo con ellos”. A su vez, el Virrey del Perú, Gil de Taboada, afirmaba ese mismo año: “La seguridad de las Américas se ha de medir por la dependencia en que se hallen de la metrópoli, y esta dependencia está fundada en los consumos. El día en que contengan en sí todo lo necesario, su dependencia sería voluntaria”. Por su parte, el Virrey de México, conde de Revillagigedo, instruía a su sucesor en parecidos términos: “No debe perderse de vista que esto es una colonia que debe depender de su matriz, la España,…lo cual cesaría en el momento en que no se necesitase aquí de las manufacturas europeas y sus frutos” (Lynch, 1973, 23-24).

LOS PRIMEROS CONTACTOS ENTRE QUITO Y FRANCIA: LA ILUSTRACIÓN.

El movimiento cultural de la Ilustración impulsó en el siglo XVIII la realización de varias expediciones científicas europeas, que buscaban conocer mejor la geografía, demografía, mineralogía, flora y fauna del Nuevo Mundo, tanto por conveniencias comerciales y políticas como por verdadera curiosidad científica. Ellas fueron un gran estímulo para el desarrollo de la vida intelectual americana.

Destacó en esos empeños Francia, aunque también se sumó a ellos España, donde los reyes de la casa de Borbón, muy influenciados por la Ilustración francesa, se interesaron por conocer mejor sus posesiones coloniales, para afianzar su dominio político sobre ellas. En concreto, su interés apuntaba al levantamiento de mapas de los territorios, costas y fronteras de Hispanoamérica y a la elaboración de un inventario de sus riquezas naturales, que permitiera racionalizar la explotación de esos recursos. Así se crearon las condiciones y circunstancias adecuadas para una primera aproximación entre Francia, una gran potencia europea, y el país de Quito, una alejada posesión española en Sudamérica.

En 1736 arribó a la Audiencia de Quito la Misión Geodésica Francesa, organizada por la Academia de Ciencias de París, con el fin de medir un grado del meridiano terrestre y comprobar, de esa manera, la verdadera forma de la tierra, además de determinar su longitud, cuestión útil para la cartografía y la navegación marítima. La expedición estaba presidida por el sabio Louis Godin y compuesta, además, por los académicos Pierre Bouquer y Carlos María de la Condamine y los señores Jussieu, Verguin, Morainville, Godin des Odonnais, Servieques y Hugo. Sus trabajos fueron autorizados por el rey Felipe V de España, bajo la condición de que participaran en ellos dos científicos españoles, que fueron los tenientes de navío Jorge Juan y Santacilia y Antonio de Ulloa.

Esa expedición produjo un notable efecto cultural y político en el país quiteño. Entre otras cosas, reveló a Europa la existencia de un inicial movimiento de Ilustración en Quito, cuyo más alto exponente era el científico riobambeño Pedro Vicente Maldonado, formado en la universidad de San Gregorio. Interesado en el conocimiento de la naturaleza y geografía de su país, éste se había dedicado desde su juventud a explorar diversas regiones para estudiar su relieve, orografía y vías. Así, a los 21 años dibujó su primera carta geográfica y desde entonces no paró en el esfuerzo de recorrer selvas, trepar montañas, navegar ríos, abrir caminos y, sobre todo, cartografiar las diversas regiones quiteñas. También se esforzó en trazar y abrir nuevas rutas de comercio, que ayudaran a restablecer la economía manufacturera y exportadora del centro quiteño, afectado por la apertura de la ruta del Cabo de Hornos al comercio internacional y la consecuente invasión de textiles ingleses de bajo precio. En este plano, su mayor logro fue el Camino de Malbucho, entre Quito y la costa de Esmeraldas, destinado a ser parte de una nueva ruta de comercio hacia Panamá, que vinculara al centro quiteño, de modo directo y pronto, con las rutas comercio hacia Europa y Asia (Filipinas).

Para cuando llegó a Quito la expedición geodésica francesa, los trabajos y conocimientos de Maldonado eran tan avanzados que causaron el asombro de los científicos visitantes, quienes lo invitaron a participar de sus labores. Más tarde, La Condamine lo presentó a la Academia Francesa de Ciencias y la Real Sociedad Científica de Londres, que lo eligieron como miembro académico extranjero y también lo ayudó a preparar la impresión de su Carta Geográfica de la Audiencia de Quito. Por desgracia, Maldonado falleció en Londres en 1748, en la víspera de su ingreso a la Real Sociedad Científica.

Con todo lo significativas que fueron sus obras tangibles, el aporte más importante que hizo Maldonado a su país, a sus contemporáneos y a las futuras generaciones ecuatorianas, fue aquella intangible conquista espiritual que fue el desarrollo de una “conciencia geográfica” quiteña, que dio sustento físico a la naciente mentalidad patriótica de los criollos. Y hay que reconocer que la presencia de la Misión Geodésica Francesa fortaleció esa matinal conciencia de los quiteños sobre su propio territorio.

ILUSTRACIÓN EUROPEA VERSUS ILUSTRACIÓN AMERICANA

Uno de los efectos colaterales del “despotismo ilustrado” de Carlos III fue que permitió, como nunca antes, la libre circulación de las ideas en Hispanoamérica. Ello dio lugar, por una parte, a que los círculos intelectuales latinoamericanos -constituidos básicamente alrededor de las universidades coloniales, como en México, Quito, Chuquisaca, Santa Fe- pudieran intercambiar ideas y proyectos, recibir las influencias de la revolución norteamericana y, sobre todo, del pensamiento liberal español y la Ilustración europea.

En el caso de Quito, esto vino a sumarse a la autorización que, desde antiguo, poseían los colegios reales de San Luis y San Fernando, y sus respectivas universidades (de San Gregorio y Santo Tomás de Aquino), para tener en sus bibliotecas libros prohibidos por el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum de la Iglesia Católica. A consecuencia de todo ello, en las universidades quiteñas existieron y se leyeron obras de autores europeos prohibidos por las autoridades y, para la segunda mitad del siglo XVIII, la nómina de esos autores incluía a Rabelais, La Fontaine, Descartes, Montesquieu, Montaigne, Spinoza, Copérnico, Galileo, Kepler, Hume, Condorcet y Bentham. Luego de la expulsión de los jesuitas, en 1767, y declarada oficialmente la extinción de la Universidad de San Gregorio en 1769, se dispuso la fusión de ambas universidades quiteñas en la Real y Pública Universidad de Santo Tomás (1786), cuya biblioteca heredó los ricos fondos bibliográficos de las anteriores y adquirió nuevos libros. El resultado final fue una formidable biblioteca, en donde la juventud estudiosa de Quito podía leer no solo los libros prohibidos por el Indice inquisitorial, sino algo todavía más atractivo y actual, que eran los libros de los pensadores liberales franceses, ingleses y norteamericanos, tales como Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Locke, Smith, Adams y Jefferson.

Sobresaliendo entre todos ellos estaba la obra más afamada, prohibida y perseguida del mundo occidental de entonces: La Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y de los oficios, monumental obra en 17 volúmenes, que fuera publicada entre 1751 y 1772, bajo la dirección de Diderot y D’Alembert. Esta obra pretendía hacer un inventario de todo el conocimiento acumulado por la humanidad, desechando toda banalidad y superficialidad, y mediante una crítica implacable a todos los ídolos, prejuicios y errores levantados en oposición a la razón. Era también una obra de vanguardia en la defensa de las libertades, la exaltación de la razón sobre la fe y la promoción de la técnica moderna como instrumento para alcanzar el progreso material y la felicidad humana.

Ese ejemplar de la Enciclopedia, que fuera manejado por el bibliotecario doctor Eugenio Espejo y leído con fruición por varios alumnos de la universidad quiteña, hoy forma parte del Fondo Histórico de la Biblioteca General de la Universidad Central del Ecuador -heredera directa de la Real y Pública Universidad de Santo Tomás- junto con muchas otras obras de los autores antes mencionados. Y la exhibición de tales libros en esta Exposición es la prueba más elocuente de los vínculos intelectuales que hubo entre el pensamiento liberal europeo, y particularmente el francés, con el pensamiento patriótico quiteño de fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.

Naturalmente, la lectura de esas obras produjo un significativo efecto intelectual entre los jóvenes ilustrados quiteños, que de ellas extrajeron ideas tales como la soberanía popular, la supremacía de la razón y la necesidad de progreso económico y reformismo social para su país. Además, junto con la idea ilustrada de “progreso”, empezaron a difundirse por Hispanoamérica los conceptos de “patria” y “patriota”, que previamente se habían difundido en Francia desde 1750.

La madurez intelectual de la élite criolla americana, y particularmente de la quiteña, se puso entonces de manifiesto: a la par que asimilaba los principios políticos y económicos del liberalismo europeo y los utilizaba para fortalecer su naciente proyecto nacional, no dudó en ejercitar una vigorosa crítica al agresivo eurocentrismo formulado por los ilustrados europeos.

Lo cierto es que Buffon, Pauw, Raynal, Voltaire y Robertson nunca habían conocido América y, sin embargo, pontificaban sobre ella y llegaban al punto de proclamar, en diversos tonos, la intrínseca superioridad de Europa sobre América, que, en su opinión, se manifestaba en todos los reinos de la naturaleza y particularmente en el ámbito de lo humano. Buffon sostenía que el Nuevo Mundo era un continente inmaduro, excesivamente cálido y húmedo, que sus hombres permanecían infantiles a lo largo de su vida y que el puma era buen ejemplo de la inferioridad americana, pues carecía de melena del león y era más cobarde que éste. Pauw afirmaba que los indios americanos eran salvajes degenerados, bestias que odiaban las leyes de la sociedad y los límites impuestos por la educación, agregando que el clima americano era maligno y determinaba una inferioridad física y mental del hombre, que era enclenque y en todo inferior al europeo. Voltaire teorizaba sobre la inferioridad de América, a la que mostraba como un continente pantanoso y poblado por naturales estúpidos e indolentes, cuya inferioridad se demostraba, entre otras cosas, porque eran lampiños y fáciles de ser dominados por hombres de barba y pelo en pecho como los europeos. Raynal, pretendido “historiador de América”, afirmaba que ésta era un continente decrépito y que sus gentes eran débiles, cobardes, carentes de vivacidad y potencia, todo ello a consecuencia del clima americano, que , en su opinión, causaba la total degeneración de las especies. Otro “historiador” de este tipo, Robertson, afirmaba que los indios americanos eran primitivos al máximo y que los criollos habían perdido todo vigor mental por influjo del clima cálido, que los inclinaba a la lujuria y a la superstición. Y Antonio de Ulloa, uno de los ilustrados españoles que vinieron a la Audiencia de Quito, acompañando y vigilando a la Misión Geodésica Francesa de 1736, escribió que el nativo americano, fuese salvaje o civilizado, era en todo caso infantil, pícaro, insensible y flojo, y que llevaba una vida muy parecida a la de los brutos.

Obviamente, tales opiniones constituían una explícita justificación del colonialismo europeo. Y así se entiende que la Real Academia Española de la Historia encargase la traducción de la obra de Robertson, con miras a su difusión, a la par que la corona de España encargaba al historiador Juan Bautista Muñoz escribir una Historia del Nuevo Mundo, utilizando las teorías de Robertson y de Pauw para negar toda posible civilidad a los nativos americanos.

La Ilustración americana reaccionó indignada contra esas peregrinas “teorías científicas” europeas, consciente de que tras ellas se ocultaba el mismo espíritu colonialista de siempre, pero disfrazado ahora de un pretendido cientificismo. (Más tarde también lo hizo la verdadera ciencia europea, por medio del prusiano Alexander von Humboldt y el francés Aimé Bompland, quienes viajaron diez mil kilómetros por el Nuevo Mundo, en busca de estudiar su naturaleza, etnografía, demografía y estructura social, lo que les permitió evidenciar la autonomía y madurez política de Hispanoamérica, cuya emancipación vieron próxima).

El sabio quiteño Eugenio Espejo, que formulara el primer estudio científico sobre las viruelas y promoviese la utilización de las vacunas, fue uno de los más duros críticos de los prejuicios de la Ilustración europea, pese a compartir algunas de sus teorías políticas y económicas. En su “Discurso a la Sociedad Patriótica” denunció: “Desde tres siglos ha, no se contenta la Europa de llamarnos rústicos y feroces, montaraces e indolentes, estúpidos y negados a la cultura. ¿Qué les parece, señores, de este concepto?… ¿Creeréis, señores, que estos Robertson, Raynal y Paw digan lo que sienten? ¿Qué hablen de buena fe?… El objeto de otros que nos humillan es diverso”, concluyó. (Espejo, 1960, 327-328).

Por su parte, el educador chileno Manuel de Salas Corvalán (1753-1841) planteó como un deber ineludible de los intelectuales criollos, respeto de las teorías del holandés Cornelius De Pauw, el “rebatir tales errores”; “es la tarea que nos aguarda”, concluyó.

Muchos otros ilustrados americanos se sumaron a esa crítica de los prejuicios europeos, entre ellos el médico peruano Hipólito Unanue (1755-1833), en Observaciones sobre el clima de Lima; el guatemalteco José Cecilio Valle (1780-1834), en Proceso de la historia de Guatemala, y el mexicano Fray Servando Teresa de Mier (1763-1827), en Historia de la revolución de Nueva España.

Esa reacción indignada de los ilustrados criollos frente a estos prejuicios muestra su clara conciencia americana. Y hay que incluir en esta reacción a los jesuitas criollos desterrados en Europa, que figuraron entre los más apasionados defensores de América frente a los prejuicios de la Ilustración europea. Apreciando que las teorías de Raynal, Buffon, Paw, Voltaire y otros daban lugar a una renovada justificación del colonialismo europeo, se propusieron rescatar el pasado histórico de su patria americana, desde los tiempos de la indianidad precolombina, y exaltar los recursos humanos y riquezas naturales del nuevo continente. Fruto de ese esfuerzo fueron obras tales como la Historia del Reino de Quito y el Vocabulario de la lengua peruano-quitense, de Juan de Velasco; Historia Antigua de México, de Francisco Xavier Clavijero; Instituciones Teológicas e Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España, de Francisco Xavier Alegre; Los tres siglos de México, de Andrés Calvo; Rusticatio Mexicana, de Rafael Landívar; Compendio de la historia geográfica, natural y civil del Reino de Chile y Ensayo sobre la historia natural de Chile, de Juan Ignacio de Molina; Paraguay Ilustrado, de José Sánchez Labrador. Eran obras en que se mostraba con orgullo las riquezas, fecundidad y creatividad americanas, se reivindicaba al mundo indígena y se ponía de relieve la sustancial autonomía del mundo americano frente a Europa. Y constituían una fervorosa proclama intelectual a la “Patria criolla”, que de hecho negaba a España la calidad de “Madre Patria” de los hispanoamericanos e incitaba a la formulación de un pensamiento independentista.

No debe extrañarnos, pues, que algunos de esos jesuitas desterrados se convirtieran luego en abanderados de la independencia, destacándose en esta tarea el peruano Juan Pablo Vizcardo y Guzmán, quien escribió la memorable Carta a los españoles americanos, en la que expresaba: “Queridos hermanos y compatriotas! Puesto que [España] siempre nos ha tratado y considerado de manera tan diferente a los españoles europeos, y que esta diferencia solo nos ha aportado una ignominiosa esclavitud, decidamos ahora por nuestra parte ser un pueblo diferente! Renunciemos al ridículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos….”

Vizcardo, notoriamente influenciado por las ideas políticas de Rousseau, Voltaire y Montesquieu, escribió su carta en francés, en Florencia, entre 1787 y 1791, en busca de publicarla simbólicamente antes del 12 de octubre de 1792, en que se cumplía el tercer centenario de la llegada de Colón a América. Y luego se vinculó políticamente con Francisco de Miranda, quien asumió la traducción de la Carta, escribió su introducción y dirigió su publicación (que se hizo en Filadelfia, gracias a la colaboración de los masones norteamericanos), para luego proceder a su distribución por Hispanoamérica.

En fin, podemos decir que los exploradores, científicos y pensadores fueron los adelantados de esa enorme vitalidad intelectual de nuestra América, que quedó plasmada en obras y proyectos de significación, los cuales revelaban el conocimiento cabal que ellos tenían de su propio mundo. Para mencionar solo unas pocas, citamos las Memorias histórico-físico-apologéticas de la América Meridional, verdadera suma científica hispanoamericana escrita por el formidable matemático peruano José Eusebio del Llano y Zapata; los notables estudios científicos sobre la naturaleza mexicana escritos por el astrónomo y matemático Joaquín Velásquez de Cárdenas, y en especial su “Descripción histórica y topográfica del valle, las lagunas y ciudad de México”, y finalmente la extraordinaria exposición titulada “Idea del Reyno de Quito”, presentada al rey de España por el ilustrado quiteño Juan Romualdo Navarro Monteserrín, que la escribiera entre 1761 y 1764.

En la primera parte de esta última, su autor describía con lujo de detalles la geografía, mineralogía, flora, fauna, población, toponimia, economía y otros aspectos de las diferentes regiones naturales de la Audiencia de Quito, revelando así el formidable conocimiento que la intelectualidad criolla tenía sobre su país. Todavía más sorprendente era la segunda parte de la obra, en donde Navarro recomendaba al Rey de España una serie de interesantes proyectos para el fomento y progreso del país quiteño, además de medidas de reordenamiento fiscal y reforma social, entre éstas algunas destinadas a mejorar la miserable situación de los indígenas, víctimas del maltrato, los salarios de hambre y la sobreexplotación de la “mita”.

La representación de Navarro de Navarro no solo mostraba la erudición y humanismo de su autor, sino también el conocimiento que la élite quiteña poseía sobre los problemas de su país y las reformas políticas y administrativas que eran necesarias para la promoción de su desarrollo. Además, la difusión de estas ideas en regiones alejadas de la capital contribuyó a conformar en la clase criolla una inicial “conciencia política” acerca de la posibilidad de administrar autónomamente su país, sin el odioso tutelaje colonial.

LA ECOS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA EN HISPANOAMÉRICA

En 1789 se inició en Francia la formidable revolución que puso fin al antiguo régimen, mediante una serie de medidas que estremecieron al mundo: abolición de la monarquía y establecimiento de la república, eliminación de los títulos nobiliarios y los derechos feudales, expropiación los grandes feudos de la aristocracia y de la Iglesia, reparto de tierras a los campesinos pobres, supresión de los privilegios del clero y decapitación de miles de personas consideradas enemigas de la revolución. La Asamblea Nacional francesa aprobó la memorable “Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano” (1789), en la cual se proclamó que “todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, se establecieron algunos “derechos naturales e imprescriptibles” como la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión, y se reconoció la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la justicia. También se consagraron las libertades de pensamiento, comunicación de las ideas y culto religioso. En fin, se instituyó la separación de poderes y los principios de que toda soberanía reside esencialmente en la Nación, no puede haber autoridad que no surja de la ley y el pueblo puede pedir cuentas de su gestión a todo funcionario público.

La Revolución Francesa sorprendió al mundo hispanoamericano en plena “crisis de dominación”, causada por el intento borbónico de reconquista económica y una creciente vocación de autonomía frente a España y de resistencia al expolio colonial.

Si el propio desarrollo ideológico de la Ilustración hispanoamericana había provocado ya una ola represiva por parte de las autoridades coloniales, el temor a la fulgurante onda expansiva de la Revolución Francesa hizo que en la misma metrópoli se desencadenase una represión contra la propaganda revolucionaria francesa y las ideas avanzadas. La Enciclopedia fue prohibida, del mismo modo que los viajes de estudios al extranjero. Luego, sin poder contener la avalancha ideológica que generaba la cercana revolución, el gobierno de Madrid dictó la Real Resolución de febrero de 1791, por la que se prohibía la impresión y distribución de periódicos.

También en Hispanoamérica se acentuó de inmediato la represión a las ideas progresistas y a la prensa de vocación liberal, aunque ello no pudo evitar que en las colonias circularan papeles subversivos tales como ejemplares de la Constitución francesa de 1795 y copias de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano.

La persecución a las ideas revolucionarias de Francia se extendió a todas las colonias españolas. Desde 1790, la Inquisición inició una radical persecución de las ideas y papeles vinculados a “la espantosa Revolución de Francia, que tantos daños ha causado” (Borrego Plá, 1989, 14). Esa represión se extendió también a las gentes provenientes de Francia o de las colonias francesas del Caribe. Así, el 21 de mayo de 1790, el Presidente de Quito, don Antonio Mon, recibió del gobierno de Madrid una Real Orden que venía con tres sobres lacrados y con el signo de “Muy Reservada”, lo que equivalía a decir que era supersecreta. Una vez abiertos los sobres, Mon pudo enterarse del trascendental motivo que había generado esa comunicación y que era transmitirle el mandato real de que “de ningún modo consienta en las Provincias de su mando la presencia de negros prófugos o comprados que procedan de las Colonias Francesas, a efecto de impedir que por este medio se propaguen en esos dominios las especies sediciosas que han querido esparcir algunos individuos de la Asamblea Nacional de aquella nación.” 1

Resulta notorio el temor que había en la monarquía española frente a los sucesos revolucionarios del país vecino, donde una alianza de la burguesía, el bajo clero y el pueblo llano había tomado el poder y había convocado una Asamblea Nacional Constituyente que, en el lapso de unos pocos meses, abolió los derechos feudales, los diezmos eclesiásticos y las justicias señoriales, eliminó los privilegios del clero, nacionalizó los bienes de la Iglesia, sometió el poder eclesiástico a los mandatos del poder estatal y emitió la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Posteriormente, en 1792, la revolución decretaría la abolición de la monarquía y el establecimiento de la República y, pocos meses después, decapitaría al rey Luis XVI (21 de enero de 1793), a la reina María Antonieta y a numerosos aristócratas.

Esa profunda y radical transformación ocurrida en Francia afectó duramente a la monarquía española, que vio con horror la ejecución en la guillotina del rey Borbón francés, familiar del rey de España, y liquidados los “Pactos de Familia”, que hasta entonces habían mantenido a España y Francia como aliadas incondicionales, principalmente para enfrentar el poderío de Inglaterra. Y es en ese marco que debe entenderse la política de aislamiento y cierre de fronteras que impuso el gobierno español del primer ministro Floridablanca, con la intención de impedir la expansión hacia España y sus colonias de las ideas revolucionarias francesas.

En los años siguientes, esas cartas reservadas siguieron llegando a Quito. Una de ellas alertaba al Presidente de Quito sobre la posible llegada de papeles impresos procedentes de Europa, que transmitían ideas incendiarias y podían turbar la tranquilidad social y política de la colonia quiteña. En concreto, el Rey de España mandaba que en todas sus posesiones ultramarinas “se evite la introducción de las Memorias de la Revolución de España, escritas por el abate Pradt, en el caso de llegar a alguno de esos puertos (americanos) el bergantín francés Paulina, en que se han embarcado 1.500 ejemplares de esta obra, traducida al castellano, y se cele estrechamente su difusión en obsequio de la tranquilidad pública.” 2

EL PAPEL DIFUSOR DE LAS LOGIAS MASÓNICAS

Junto con las ideas de la Ilustración y las misiones científicas europeas llegó a Hispanoamérica la Francmasonería, organización secreta de carácter filosófico y filantrópico, que abogaba por la libertad de pensamiento y promovía las ideas de libertad e igualdad de los ciudadanos. Y su difusión se explica, precisamente, como una reacción al despotismo monárquico y la acción represiva de la Inquisición, factores que impedían la libre circulación de las nuevas ideas políticas y el debate de los proyectos de reforma social. Así, mientras en la vida pública reinaba el despotismo, cuando no el oscurantismo, en el mundo subterráneo de las logias masónicas se hablaba libremente de los grandes problemas de la sociedad y se formulaban planes y proyectos de cambio, inspirados en la razón y el espíritu de progreso.

Entre los mayores animadores de la masonería figuraron los científicos ilustrados europeos y americanos. Uno de ellos fue el botánico y naturalista español José Celestino Mutis, quien llegó a la Nueva Granada en calidad de médico personal del virrey Messía de la Zerda, en 1761 , y posteriormente dirigió la afamada Expedición Botánica (1783). Además de combatir la escolástica medieval y otras ideas anacrónicas que prevalecían en la enseñanza de la medicina y la filosofía, difundió la física de Newton y el sistema heliocéntrico de Copérnico, y propuso que la enseñanza de la matemática y las ciencias naturales fuera la base de la educación y la formación intelectual de las gentes. Todo ello le valió ser denunciado por los dominicos ante el virrey y la Inquisición, como propagador de doctrinas erróneas y heréticas. Otro fue el mineralogista vasco Juan José D’Elhúyar, un científico de ideas políticas avanzadas, que descubrió el tungsteno o wolframio, y en cuya biblioteca han encontrado sus actuales estudiosos abundantes huellas de su orientación humanística y liberal, tales como libros de autores prohibidos franceses e ingleses. Otro más el médico y aventurero francés Luis de Rieux, que se había asentado en Bogotá, aparentemente en busca de fortuna y cargos públicos, pero que en realidad era un activo difusor de la masonería, que asistía asiduamente a las tertulias literarias de Bogotá y por ello fue reiteradamente acusado de conspirador contra el poder colonial.

Estos tres personajes se aliaron con el comerciante, librero y pensador neogranadino Antonio Nariño para formar en Bogotá, hacia 1780, la logia masónica El Arcano Sublime de la Filantropía, en la que invitaron a participar a lo más florido de la juventud santafereña. (Más tarde, Nariño sería enjuiciado por traducir y difundir la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y Rieux sería uno de los apresados y enjuiciados en 1794, siendo condenado a destierro y prisión en Cádiz, de donde regresó a Bogotá a principios de 1801, haciendo parte del trayecto en compañía del sabio Humboldt, también notable masón.)

El asunto tiene particular importancia para la historia de Quito, puesto que en esa logia se iniciaron masones tres notables ilustrados quiteños: el médico Eugenio Espejo, que se hallaba desterrado en esa ciudad por orden de las autoridades de su país; su hermano, el clérigo Juan Pablo Espejo, que lo había acompañado al destierro, y don Juan Pío Montúfar, II Marqués de Selva Alegre, que había llegado a la capital virreinal en viaje de negocios. Su iniciación habría ocurrido en 1789, el mismo año de la Revolución Francesa. Allí, estos tres quiteños tomaron contacto con las ideas de la revolución francesa y en particular con la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, traducida por Nariño en esos mismos días. Y allí publicó Eugenio Espejo su “Discurso a la Escuela de la Concordia”.

Al volver a Quito, en 1792, los Espejo y Montúfar se abocaron a la tarea de constituir efectivamente la “Escuela de la Concordia”, concebida como una sociedad secreta, destinada al cultivo del pensamiento libre y la fraternidad masónica. Y lo hicieron con la colaboración de otros dos masones quiteños, iniciados en el Oriente de Francia: Miguel de Gijón y León, primer Conde de Casa Gijón, y su sobrino Joaquín Sánchez de Orellana, Marqués de Villa Orellana.

Precisamente fue Gijón el otro vínculo directo de Quito con las ideas pre revolucionarias de Francia, donde este ilustrado quiteño había entablado estrecha amistad con el notable pensador liberal Denis Diderot, quien, a través de su “Enciclopedia”, aportara la base teórica para la futura Revolución Francesa. Pensador liberal, empresario de éxito y francmasón, Gijón fue afamado en Europa por la modernidad de sus ideas económicas y su carácter emprendedor. Sus conocimientos y filantropía le valieron ser admitido, en 1776, en la “Sociedad Económica de Amigos del País” de Madrid, donde fue uno de los socios más activos e influyentes. Fue amigo del ilustrado limeño Pablo de Olavide y, junto con éste, colaboró con el rey Carlos III en sus esfuerzos por modernizar económicamente a España. Pero Gijón y Olavide fueron perseguidos en España por la Inquisición, que apresó a Olavide y lo acusó de ser un masón irreligioso. Gijón huyó a Francia, donde recibió la visita de su sobrino Joaquín Sánchez de Orellana, marqués de Villa Orellana, a quien introdujo a su vez en la masonería. Luego de regresar a Quito, en 1786, Gijón se empeñó en difundir sus ideas de progreso económico y reforma social, pero fue nuevamente perseguido por la Inquisición, por lo que emprendió huída a Europa, a través de las selvas del Amazonas, falleciendo trágicamente durante el viaje, al hacer escala en Jamaica.

La “Escuela de la Concordia” sería el crisol en donde se forjaría el patriotismo de la elite quiteña. Extinguida tras la muerte de Espejo, de su cenizas nacería, años más tarde, la logia “Ley Natural”, que tuvo como sus presidentes al Barón de Carondelet y, luego, a Juan Pío Montúfar, II Marqués de Selva Alegre. Esta logia fue el centro de la conspiración anticolonial de 1808 y 1809, como lo reconocerían luego los defensores del poder colonial y en particular el chapetón Pedro Pérez Muñoz, cuyas cartas reservadas al gobierno español han sido publicadas recientemente por Fernando Hidalgo Nistri. 3 En esas cartas se menciona como el principal promotor masónico en Quito al sabio Humboldt, quien llegara a este país en compañía del botánico francés Aimé Bompland, otro francmasón. En todo caso, hay que precisar que Humboldt detectó en América el creciente conflicto que oponía a criollos y chapetones, y que escribió al respecto:

“El más miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su entendimiento, se cree superior a los blancos nacidos en el Nuevo Continente (…) Los criollos prefieren que se les llame americanos; y desde la paz de Versalles y, especialmente después de 1789, se les oye decir muchas veces con orgullo: “Yo no soy español, soy americano;” palabras que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento…” 4

En fin, la América Hispana tuvo otro contacto directo con la Revolución Francesa a través de Francisco de Miranda, el empeñoso agitador de su independencia. Típico producto del criollismo hispanoamericano y del espíritu renovador que recorría el mundo, el Precursor había sido sucesivamente oficial de los ejércitos españoles, amigo de Washington y jede de un cuerpo expedicionario antillano -formado por mulatos cubanos y haitianos- que combatió por la independencia norteamericana, propagandista de la independencia hispanoamericana y general de los ejércitos revolucionarios de Francia. A partir de 1790, la vida de Miranda se concentraría en el objetivo principal de promover la causa de la independencia sudamericana. Para ello, desenvolvería una campaña internacional de agitación contra el colonialismo español y organizaría a los hispanoamericanos presentes Europa, para la lucha independentista.

Miranda se había iniciado francmasón en Filadelfia, en los días de la independencia norteamericana, y luego fundó en Londres, en 1797, la Gran Logia Hispanoamericana, de la que fue Gran Maestro. Destinada a concertar voluntades para la lucha independentista, a penetrar y agitar secretamente a la sociedad colonial y a facilitar el respaldo extranjero para la causa nacional, esta Gran Logia se radicó en Londres y tuvo como filiales a las Logias Lautarinas que se habían constituido en Cádiz y otros lugares de Europa y América. La organización reconocía cinco grados masónicos. El juramento del grado de iniciación era luchar por la independencia de Hispanoamérica y el del segundo grado, hacer profesión de fe democrática y abogar por el sistema republicano.

Motivados por sus sueños de independencia y el ambiente revolucionario irradiado desde Francia, ingresaron a la Gran Logia Hispanoamericana, en Londres o en Cádiz, los siguientes personajes: Bolívar y San Martín; López Méndez y Bello, de Venezuela; Moreno, Alvear y Monteagudo, del Río de la Plata; Montúfar y Rocafuerte, de Quito; O’Higgins y los Carrera, de Chile; Valle de Guatemala; Mier, de México; Nariño y Zea, de Nueva Granada; Vizcardo y Olavide, del Perú. A su vez, en otras “logias lautarinas” se iniciaron otros jefes de la independencia sudamericana, como Zapiola, Saavedra, Belgrano, Guido, Las Heras y Alvarado. El ex jesuita Vizcardo y Guzmán actuaba como jefe de propaganda de la Logia Hispanoamericana e hizo de sus escritos un ariete contra el colonialismo español. Su Carta a los españoles americanos, inspirada en buena medida en las ideas de Rousseau, fue distribuida en miles de ejemplares por todo el continente y perseguida por inquisidores, curas y oficiales reales como un peligroso texto subversivo.

LÍMITES Y METAS DE LA INSURGENCIA CRIOLLA

Dueños de ricas plantaciones cultivadas con trabajo esclavo o de enormes latifundios beneficiados por el trabajo indígena servil, muchos de ellos poseedores de títulos nobiliarios, los criollos aspiraban a una emancipación política de España, que los convirtiese en miembros de una clase dominante con plenos derechos, y no a una revolución social que, como la francesa, repartiera la tierra a los campesinos pobres, liquidara los derechos feudales y arrasara legal y físicamente con la nobleza. Lo que querían, en definitiva, no era transformar esencialmente a la sociedad colonial, sino mantenerla para su exclusivo provecho, cortando de un tajo la dependencia frente a la metrópoli y asumiendo el tan ansiado poder político.

Desde luego, en ese marco histórico general cabía una gama de posiciones ideológicas, incluso contradictorias, desde aquellas de los republicanos radicales, que propugnaban por la liberación de los esclavos, el reparto de tierras a los campesinos y la eliminación del tributo indígena, hasta las de los monárquicos liberales, que aspiraban a sustituir a la corona española por las testas coronadas de señores criollos. Los mexicanos Hidalgo e Iturbide serían, en el futuro y en un mismo país, buena muestra de la pervivencia de estas posiciones.

El estallido de la Revolución Haitiana, en 1791, fortaleció las posiciones conservadoras del criollismo. El ejemplo de ese país de esclavos que se rebelaba contra sus amos blancos, liquidaba de raíz el poder colonial, derrotaba a los ejércitos metropolitanos que pretendían someterlo de nuevo, extendía su revolución al territorio colonial próximo (Santo Domingo) y proclamaba finalmente su independencia, generó estallidos de simpatía en otras colonias del área del Caribe: Martinica, Tobago, Santa Lucía, casi todas las islas británicas, Curazao y Venezuela.

Por entonces, el área del Caribe albergaba una población esclava de aproximadamente 1’200.000 personas, de las cuales más de 600.000 radicaban en las posesiones francesas, unas 300.000 en las posesiones británicas y sobre 200.000 en las posesiones españolas insulares (Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo) y de Tierra Firme (Venezuela y Nueva Granada). Considerando la tradicional rebeldía de la población esclava, que en ese mismo siglo XVIII había protagonizado levantamientos en casi todos los territorios de la región, tenía lógica esperar el estallido de nuevas sublevaciones en el área. De ahí que, mientras la llamada “ley de los franceses” se convertía en consigna esperanzada de los esclavos y humildes de toda laya, también aterrorizaba a los propietarios criollos de Sudamérica.

El movimiento subversivo de Gual y España- cuyo programa inspirado en los principios de la Gran Revolución, contemplaba la abolición de la esclavitud- y sobre todo la conspiración del mulato Chirinos, testigo de la Revolución Haitiana, que planeaba un masivo levantamiento de pardos contra la oligarquía mantuana de Venezuela, sumaron un nuevo motivo de inquietud para el criollismo del norte sudamericano.

Visto ese ámbito internacional, la perspectiva del criollismo se volvió también cada vez más inquietante. Los bandazos políticos de la disminuida monarquía española, convertida finalmente en financista de las guerras napoleónicas e instrumento dócil de la política internacional francesa, causaron honda preocupación en la clase criolla, cuyo temor a la burguesía francesa “cortadora de cabezas” había ido en aumento. Al fin, la invasión napoleónica a España y la imposición de un gobierno francés en Madrid (1808) acabaron por precipitar una reacción criolla, encaminada a la preservación de sus intereses sociales y políticos.

Así se explica que la Revolución Quiteña de 1809, al igual que la mayoría de las que le siguieron en el continente, haya sido una “revolución conservadora”, que buscaba el control efectivo del poder por parte de los criollos y una progresiva emancipación de España, pero preservando en todo caso la estructura social preexistente. Salvo ciertas aisladas proclamas del sector radical (Morales, Quiroga) a favor de los derechos del hombre, la tendencia general fue favorable al mantenimiento de los privilegios de la aristocracia y del clero, a la preservación de la religión y a la continuación de las viejas injusticias sociales: la servidumbre de los indios, la esclavitud de los negros y la marginación social de los mestizos de toda laya.

Inevitablemente, tal revolución estaba condenada al fracaso, porque únicamente había consultado los intereses de los propietarios criollos, pero en ningún caso los de indios, negros y castas, que constituían la inmensa mayoría de la población y tenían sus propias ideas de liberación social y emancipación nacional. Apenas una docena de años antes, tras el terremoto de 1797, los indios de la sierra central se habían alzado a los gritos de que “ya era hora de que los españoles (chapetones o criollos) se largasen de América y devolvieran su tierra y libertad a los indios, pues habían concluido los tres siglos de dominio que les había dado el Papa” y de que, por lo mismo, “ya no debían pagar tributos”. 5 Juan de Dios Morales fue testigo de ese alzamiento y de esos gritos reivindicativos. Y solo unos años atrás, 30 mil indios de Guamote habían protagonizado su último levantamiento contra el sistema colonial, proclamando “que se maten a los mestizos y españoles” y enfrentándose con armas primitivas a las tropas reales dirigidas por el Corregidor Javier Montúfar, hijo del Marqués de Selva Alegre, las que luego efectuaron una sanguinaria represión en esa zona andina.

Enfrentada a sus propias limitaciones políticas, la Revolución Quiteña sólo consiguió el respaldo activo de la población urbana de Quito, que se enroló entusiastamente en la “Falange” y otros cuerpos militares que se levantaron luego en la ciudad. Para enfrentarla, sus enemigos recurrieron a todas las armas posibles: enviaron fuerzas desde los virreinatos próximos, excitaron los celos regionalistas de las demás provincias y ciudades quiteñas, y, cuando fue necesario, armaron a indios y negros para una contrarrevolución. Se destacó en esto el gobernador de Pasto, el coronel español Miguel Tacón, cuando se sintió desbordado por las fuerzas insurgentes que venían del sur (Quito) y del norte (Cali): armó a los indios de Pasto y a los esclavos negros de Barbacoas y del Patía, y decretó liberación de tributos y manumisión de la esclavitud a favor de quienes tomaran las armas contra los propietarios criollos alzados contra el rey. Eso animó la resistencia social pastusa y patiana, que se extendió hasta 1823 al grito de “Viva el rey y mueran los blancos”..

En todo caso, no hay que olvidar que esa revolución de 1809, con todas sus limitaciones y errores, fue el punto de partida de nuestra independencia nacional y el crisol en que se fundió, con pólvora de cañones y sangre de mártires, el espíritu de la independencia hispanoamericana, hito importante en el proceso de descolonización del mundo.

Citas y notas

1 El Secretario de Estado y del Despacho Universal de Hacienda de España e Indias al Presidente de Quito; Madrid, a 21 de mayo de 1790. Archivo General de Indias, Sección Audiencia de Quito, legajo 233.

2 El Secretario de Gracia y Justicia al Virrey Pezuela; Madrid, 25 de abril de 1817. AGI, Lima, l. 756.

3 Fernando Hidalgo Nistri, “Compendio de la rebelión de la América. Cartas de Pedro Pérez Muñoz sobre los acontecimientos de Quito de 1809 a 1815”, FONSAL, Quito, 2009.

4 Alexander von Humboldt, en su Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España.

5 Informe del Presidente de la Audiencia, Luis Muñoz de Guzmán, al ministro Llaguno. Quito, 20 de febrero de 1797. AGI, S. Quito, L. 250.

Fuente: https://academiafrancmasonicaecuatoriana.wordpress.com/2009/03/26/la-revolucion-francesa-y-la-revolucion-quitena-de-1809/#more-464