Resumen: Hay una indudable influencia de la Revolución Francesa en
nuestra independencia y una conciencia libertaria propia, y ambos
procesos son parte de las revoluciones burguesas de la época. El
antecedente es la situación de Hispanoamérica y de Quito en
particular en el siglo XVIII, que vivía una crisis de dominación,
debilitamiento de la dependencia, consolidación socioeconómica y
política de los criollos, a lo que se sumaron las reformas
borbónicas y la expulsión de los jesuítas, inscritas en la
recolonización económica emprendida por la metrópoli, lo que
produjo resistencia social manifestada en protestas y levantamientos.
Los primeros contactos entre Quito y Francia se dieron con las
expediciones científicas europeas, influenciadas por la Ilustración,
como la Misión Geodésica Francesa, que reveló una Ilustración
quiteña y produjo una conciencia geográfica. El despotismo
ilustrado de Carlos III permitió la circulación de las ideas,
principalmente en las universidades coloniales, incluyendo Quito, lo
que permitió el acceso a libros prohibidos de notables pensadores y
produjo la madurez intelectual de la élite criolla, la que
fortaleció su naciente proyecto nacional, criticó el agresivo
eurocentrismo de algunos ilustrados europeos, lo que justificaba el
colonialismo, y se formó una inicial conciencia política. Las
noticias de la Revolución Francesa en Hispanoamérica produjeron
sorpresa y represión por el temor de la monarquía española a los
hechos revolucionarios. En este contexto llegó la Francmasonería,
la que brindó en sus logias espacios de libertad dentro del
despotismo imperante y constituyeron focos de pensamiento
revolucionario. Sin embargo, en este proceso existieron límites y
metas de la insurgencia criolla, determinados por los intereses
económicos y de clase, por lo que aspiraban a la emancipación que
los convirtiese en clase dominante y les otorgase el poder político,
pero no a una revolución social. Por esto la Revolución Quiteña de
1809 fue una revolución conservadora y estaba condenada al fracaso.
INTRODUCCIÓN
Es ya un tópico de la historia latinoamericana hablar sobre la
influencia de la Revolución Francesa en la Independencia de América
Latina. La historiografía liberal se empeñó en destacar esa
influencia, al punto de mostrar a nuestro proceso emancipador como un
efecto histórico de la gran transformación francesa. De su parte,
la historiografía conservadora buscó minimizar esa influencia y
destacar lo que nuestra emancipación tuvo de propio y particular.
Vistas las cosas con objetividad, es obvio que esa influencia existió
y que varias ideas revolucionarias de Francia alimentaron el ideario
de nuestros próceres, en especial las contenidas en la “Declaración
de Derechos del Hombre y del Ciudadano”, aunque el proyecto
político fundamental de los insurgentes hispanoamericanos surgió de
su propia realidad y se alimentó de su particular conciencia
liberadora.
Por lo demás, ambos procesos formaron parte del ciclo de
revoluciones burguesas del mundo occidental, que comenzó con la
Independencia de los Estados Unidos (1775-1783), continuó con la
Revolución Francesa (1789-1799), siguió con la Revolución Haitiana
(1791-1804) y culminó con la Independencia de Hispanoamérica
(1809-1824).
HISPANOAMÉRICA Y QUITO EN EL SIGLO XVIII
A fines del siglo XVIII, cuando ya llevaba tres siglos la presencia
española, Hispanoamérica seguía siendo un espacio colonial de
grandes proporciones geográficas, que se extendía desde California
hasta la Patagonia y desde el Atlántico hasta el Pacífico. Y aunque
formalmente continuaba todavía bajo el dominio de la corona
española, en su seno bullían fuerzas sociales y económicas que
ponían en cuestión el otrora seguro y absoluto dominio
metropolitano.
A la hora en que estalló la Revolución Francesa, en julio de 1789,
Hispanoamérica vivía una crisis, exactamente una “crisis de
dominación”, que se expresaba en una cada vez más endeble
dependencia económica con relación a la metrópoli y en un paralelo
desarrollo de las fuerzas productivas internas. Este fenómeno,
iniciado en el siglo XVII, determinaba que la mayor parte de la
riqueza producida en la América española se invirtiese o acumulase
en su mismo territorio en gastos de defensa y administración,
construcción de obras, pago de sueldos y obligaciones oficiales,
adquisición de abastecimientos para la industria minera y otros
similares, por lo que el tesoro remitido anualmente a España
equivalía apenas a un 20 por ciento de la riqueza total producida.
Otros fenómenos conexos expresaban también el progresivo
debilitamiento de los lazos de dependencia económica entre las
colonias hispanoamericanas y su metrópoli. Un vigoroso desarrollo de
la agricultura y una creciente producción manufacturera, habían
terminado por marcar una creciente independencia americana frente a
los abastecimientos de la metrópoli, que provenían en su mayor
parte de terceros países, con lo cual la riqueza americana remitida
a España terminaba en gran medida en otras manos. A su vez, el
comercio intercolonial se había vuelto cada vez más amplio, gracias
al desarrollo de buenos astilleros -como los de Guayaquil, Cartagena
y La Habana- y la posesión de importantes flotas mercantes por parte
de algunas colonias. Esto determinó que también las colonias no
mineras, que poseían una economía de plantación (como Venezuela o
Quito), exportaran sus productos a otros territorios coloniales o los
vendieran a comerciantes de otros países. También en el plano de la
defensa, Hispanoamérica dependía fundamentalmente de sus propias
fuerzas y recursos, con lo cual el último lazo de dependencia con
España se había vuelto también innecesario.
La estructura social hispanoamericana reflejaba en gran medida esos
profundos cambios ocurridos en la economía colonial. Había surgido
una poderosa clase de colonos criollos, formada por hacendados,
plantadores, mineros, comerciantes y armadores de barcos, cuyos
intereses se orientaban hacia la expansión y la acumulación, por lo
que chocaban frecuentemente con los de la corona, orientados al
simple expolio colonial.
Esa consolidación económica y social de la clase criolla también
tuvo notables efectos en el campo político. Los colonos criollos,
también llamados “españoles americanos”, descendían en su
mayor parte de los conquistadores y colonizadores de estas tierras,
por lo que reclamaban para sí un papel preponderante en la
administración colonial, que en la práctica estaba en manos de un
grupo de burócratas venidos de la península, que tenían como
únicos objetivos mantener la sujeción de estos territorios a la
metrópoli y obtener los mayores ingresos posibles para la corona.
Fue así como en las colonias españolas de América llegó a
constituirse un “poder dual”, entre una “clase dominante a
medias”, la criolla, que controlaba todos los medios de producción
fundamentales y los circuitos económicos internos, y una casta
burocrática (la de los “chapetones” o “gachupines”) que
detentaba el poder político en representación de la clase dominante
metropolitana.
Esa rivalidad conflictiva entre criollos y chapetones había tenido
múltiples ocasiones de manifestarse a lo largo de la historia
colonial, pero en el siglo XVIII alcanzó una virulencia inusitada,
expresada en motines, rebeliones y alzamientos ciudadanos, dirigidos
por los Cabildos, centros del poder criollo, y enfilados contra el
poder colonial, radicado en Virreyes, Capitanes Generales,
Presidentes de Audiencias o autoridades menores.
Esa situación de independencia económica “de facto” que existía
en Hispanoamérica tuvo que enfrentar, a partir de 1763, un nuevo
esfuerzo imperialista de España, donde el rey Carlos III, motivado y
asesorado por un grupo de notables ministros, formados en el espíritu
de la Ilustración, había decidido restaurar el dominio colonial en
toda su plenitud, como medio básico de impulsar el desarrollo
económico y reforzar el poder imperial de España.
Una común lógica colonialista hizo que las monarquías española e
inglesa iniciaran paralelamente, hacia 1765, una ofensiva política
contra sus respectivas colonias americanas, que en ambos casos se
proponía la reconquista económica de éstas. Tanto Inglaterra como
España habían llegado a la conclusión de que la creciente
autonomía económica de sus colonias amenazaba las posibilidades de
desarrollo metropolitano, por lo que se imponía una recolonización
económica, que eliminara las tendencias de crecimiento autárquico
de sus espacios coloniales y los sometiera a un nuevo y más
eficiente sistema de expolio colonial.
Ambas políticas de reconquista económica tenían signos comunes.
Uno era la prohibición de que en las colonias se establecieran
nuevas fábricas, que en el caso español incluía medidas para
liquidar las manufacturas existentes, en busca de estimular el
desarrollo de la industria metropolitana y convertir a las
respectivas colonias en mercados cautivos de ésta. Otra iniciativa
común era el establecimiento o reforzamiento de los sistemas
monopólicos de comercio colonial, con miras a incrementar las
utilidades metropolitanas y controlar más directamente a ciertos
sectores productivos de las colonias.
Pero esos paralelos esfuerzos de reconquista económica produjeron
distintas reacciones en la América Inglesa y la América Española,
en razón de las diversas realidades sociales y políticas
preexistentes en cada una. En Norteamérica, la reacción fue
prácticamente inmediata, pues su población inició un boicot a los
productos ingleses y se amotinó contra las autoridades coloniales
(1770), en un proceso de insurgencia que, a partir de 1775, alcanzó
el nivel de insurrección armada, en 1776 fue consagrado por la
“Declaración de Independencia” de las trece colonias y en 1781
culminó triunfalmente, con la rendición británica en Yorktown. En
la extensa y más compleja América Meridional, la reacción criolla
fue lenta y conllevó un largo proceso de acumulación de fuerzas y
toma de conciencia por parte de los sectores sociales afectados.
Empero, el resultado final fue el mismo que en las colonias inglesas
del norte: la búsqueda de emancipación política, que se inició en
1809 con la Revolución Quiteña, y concluyó quince años después,
en la batalla de Ayacucho, tras un violento y generalizado proceso de
independencia.
Recolonización y resistencia social
Una de las primeras acciones de la recolonización impuesta por las
“reformas borbónicas” fue la reorganización administrativa del
imperio colonial americano. Se crearon nuevos virreinatos, como el de
Nueva Granada y el de Río de la Plata, y surgieron nuevas unidades
administrativas, a la par que se nombraron nuevos funcionarios, los
intendentes, que reemplazaron a los corregidores y alcaldes mayores y
se convirtieron en el más concreto mecanismo de la recolonización.
En general, la administración fue fortalecida y modernizada, con
miras a liquidar ese “poder dual” que hasta entonces había
existido y era la más notoria prueba de la debilidad del poder
metropolitano en tierras de América.
El primer golpe de la reconquista contra el poder criollo fue la
expulsión de los jesuitas (1767), ejecutada al mismo tiempo en todo
el continente. La medida obedecía sin duda a un frío cálculo
político. Al expulsar a los jesuitas y apoderarse de sus recursos y
propiedades, la corona liquidaba el poder bancario que financiaba a
los propietarios y empresarios criollos, debilitaba la capacidad
económica de éstos, obtenía grandes riquezas y eliminaba una parte
sustancial del poder latifundista en sí mismo. A su vez, en el plano
político, privaba al criollismo de su élite intelectual, pues la
mayor parte de los jesuitas extrañados era de origen criollo y
provenía de las grandes familias locales; al mismo tiempo, se rompía
en gran medida el vínculo social establecido entre la Iglesia y la
clase criolla.
Las reformas borbónicas terminaron por agravar la oposición entre
criollos y chapetones, por sublevar a las masas mestizas e indígenas
y por crear una conciencia de identidad entre la intelectualidad
americana. Lo que es más: al calor de la resistencia social a la
reconquista, el pensamiento criollo logró hegemonía en la sociedad
hispanoamericana, de modo que sus reivindicaciones dejaron de ser
exclusivas de una élite para pasar a influir cada vez más en el
pensamiento de las masas populares.
La primera protesta popular se dio en Quito, el año de 1765. Esta
Audiencia era asiento de una de las más desarrolladas economías
coloniales y uno de los más rebeldes núcleos de pensamiento
criollo, y entre 1592 y 1593 había protagonizado la formidable
“Revolución de las Alcabalas”, cuyos líderes llegaron a
cuestionar públicamente la autoridad real y a proclamar
tempranamente su voluntad de independencia. La nueva revuelta,
ocasionada por la imposición del Estanco de aguardiente y la Aduana
para los víveres, se hizo bajo la consigna de “¡Mueran los
chapetones y abajo el mal gobierno!”. Las masas insurrectas
vencieron a las tropas reales y destituyeron a las autoridades, pero
carecieron de liderazgo y proyecto político, por lo que finalmente
se desbandaron.
Ese mismo año se produjo el levantamiento de los mayas de Yucatán
contra los tributos, liderado por Jacinto Canek. Y en 1780 estalló
la revolución india de Túpac Amaru, en el Perú, que llegó a
movilizar un ejército de 200.000 hombres y a poner en jaque a las
autoridades del Virreinato. Proclamándose nuevo Inca, Túpac Amaru
afirmó entonces: “Los reyes de Castilla me han tenido usurpada la
corona y dominio de mis gentes, cerca de tres siglos, pensionándome
a los vasallos con sus insoportables gabelas, tributos, lanzas,
sisas, aduanas, alcabalas, catastros, diezmos, Virreyes, Audiencias,
Corregidores y demás Ministros, todos iguales en la tiranía;
estropeando como a bestias a los naturales de este Reyno” (Picón
Salas, p. 183).
Poco después, en 1781, estalló el movimiento de los comuneros del
Socorro, en la Nueva Granada, producido también por los nuevos
impuestos coloniales. Una tropa entre mestiza e indígena, de más de
20.000 hombres, cercó al poder colonial y lo obligó a firmas las
“Capitulaciones de Zipaquirá”, por las que se abrogaban los
impuestos y estancos, se reconocían los derechos indígenas a la
tierra y el derecho de los criollos a ocupar los altos cargos
administrativos. Su líder, José Antonio Galán, llegó a proclamar
el fin del colonialismo español: “Se acabó la esclavitud”.
(Ocampo, pp. 58 y 59).
Aunque todos estos movimientos fueron finalmente derrotados, lo
cierto es que minaron profundamente el sistema colonial y estimularon
el desarrollo de una nueva conciencia americana. Una buena muestra de
esta fue la representación que el Cabildo de la Ciudad de México
dirigió al rey, en 1771: “(El español) viene a gobernar unos
pueblos que no conoce, a manejar unos derechos que no ha estudiado, a
imponerse a unas costumbres que no ha sabido, a tratar con unas
gentes que nunca ha visto…Nunca nos quejaremos que los hijos de la
antigua España disfruten de la dote de su madre; pero parece
correspondiente que quede para nosotros la de la nuestra. Lo alegado
persuade, que todos los empleos públicos de la América, sin
excepción de algunos, debían conferirse a sólo los españoles
americanos, con exclusión de los europeos…” (Morris et al.,
1976, I, pp. 49-52).
Enfrentados a la creciente resistencia criolla, los administradores
coloniales buscaron acentuar su control sobre la sociedad colonial,
convencidos de que su reconquista económica era la única garantía
de pervivencia del colonialismo. El Ministro de Indias, José de
Gálvez, escribía en 1778 al Virrey de Nueva Granada, respecto al
“libre comercio” decretado por la corona: “Los americanos
pueden hacer el comercio entre sí de unos puertos a otros, dejando a
los españoles de esta península el activo con ellos”. A su vez,
el Virrey del Perú, Gil de Taboada, afirmaba ese mismo año: “La
seguridad de las Américas se ha de medir por la dependencia en que
se hallen de la metrópoli, y esta dependencia está fundada en los
consumos. El día en que contengan en sí todo lo necesario, su
dependencia sería voluntaria”. Por su parte, el Virrey de México,
conde de Revillagigedo, instruía a su sucesor en parecidos términos:
“No debe perderse de vista que esto es una colonia que debe
depender de su matriz, la España,…lo cual cesaría en el momento
en que no se necesitase aquí de las manufacturas europeas y sus
frutos” (Lynch, 1973, 23-24).
LOS PRIMEROS CONTACTOS ENTRE QUITO Y FRANCIA: LA ILUSTRACIÓN.
El movimiento cultural de la Ilustración impulsó en el siglo XVIII
la realización de varias expediciones científicas europeas, que
buscaban conocer mejor la geografía, demografía, mineralogía,
flora y fauna del Nuevo Mundo, tanto por conveniencias comerciales y
políticas como por verdadera curiosidad científica. Ellas fueron un
gran estímulo para el desarrollo de la vida intelectual americana.
Destacó en esos empeños Francia, aunque también se sumó a ellos
España, donde los reyes de la casa de Borbón, muy influenciados por
la Ilustración francesa, se interesaron por conocer mejor sus
posesiones coloniales, para afianzar su dominio político sobre
ellas. En concreto, su interés apuntaba al levantamiento de mapas de
los territorios, costas y fronteras de Hispanoamérica y a la
elaboración de un inventario de sus riquezas naturales, que
permitiera racionalizar la explotación de esos recursos. Así se
crearon las condiciones y circunstancias adecuadas para una primera
aproximación entre Francia, una gran potencia europea, y el país de
Quito, una alejada posesión española en Sudamérica.
En 1736 arribó a la Audiencia de Quito la Misión Geodésica
Francesa, organizada por la Academia de Ciencias de París, con el
fin de medir un grado del meridiano terrestre y comprobar, de esa
manera, la verdadera forma de la tierra, además de determinar su
longitud, cuestión útil para la cartografía y la navegación
marítima. La expedición estaba presidida por el sabio Louis Godin y
compuesta, además, por los académicos Pierre Bouquer y Carlos María
de la Condamine y los señores Jussieu, Verguin, Morainville, Godin
des Odonnais, Servieques y Hugo. Sus trabajos fueron autorizados por
el rey Felipe V de España, bajo la condición de que participaran en
ellos dos científicos españoles, que fueron los tenientes de navío
Jorge Juan y Santacilia y Antonio de Ulloa.
Esa expedición produjo un notable efecto cultural y político en el
país quiteño. Entre otras cosas, reveló a Europa la existencia de
un inicial movimiento de Ilustración en Quito, cuyo más alto
exponente era el científico riobambeño Pedro Vicente Maldonado,
formado en la universidad de San Gregorio. Interesado en el
conocimiento de la naturaleza y geografía de su país, éste se
había dedicado desde su juventud a explorar diversas regiones para
estudiar su relieve, orografía y vías. Así, a los 21 años dibujó
su primera carta geográfica y desde entonces no paró en el esfuerzo
de recorrer selvas, trepar montañas, navegar ríos, abrir caminos y,
sobre todo, cartografiar las diversas regiones quiteñas. También se
esforzó en trazar y abrir nuevas rutas de comercio, que ayudaran a
restablecer la economía manufacturera y exportadora del centro
quiteño, afectado por la apertura de la ruta del Cabo de Hornos al
comercio internacional y la consecuente invasión de textiles
ingleses de bajo precio. En este plano, su mayor logro fue el Camino
de Malbucho, entre Quito y la costa de Esmeraldas, destinado a ser
parte de una nueva ruta de comercio hacia Panamá, que vinculara al
centro quiteño, de modo directo y pronto, con las rutas comercio
hacia Europa y Asia (Filipinas).
Para cuando llegó a Quito la expedición geodésica francesa, los
trabajos y conocimientos de Maldonado eran tan avanzados que causaron
el asombro de los científicos visitantes, quienes lo invitaron a
participar de sus labores. Más tarde, La Condamine lo presentó a la
Academia Francesa de Ciencias y la Real Sociedad Científica de
Londres, que lo eligieron como miembro académico extranjero y
también lo ayudó a preparar la impresión de su Carta Geográfica
de la Audiencia de Quito. Por desgracia, Maldonado falleció en
Londres en 1748, en la víspera de su ingreso a la Real Sociedad
Científica.
Con todo lo significativas que fueron sus obras tangibles, el aporte
más importante que hizo Maldonado a su país, a sus contemporáneos
y a las futuras generaciones ecuatorianas, fue aquella intangible
conquista espiritual que fue el desarrollo de una “conciencia
geográfica” quiteña, que dio sustento físico a la naciente
mentalidad patriótica de los criollos. Y hay que reconocer que la
presencia de la Misión Geodésica Francesa fortaleció esa matinal
conciencia de los quiteños sobre su propio territorio.
ILUSTRACIÓN EUROPEA VERSUS ILUSTRACIÓN AMERICANA
Uno de los efectos colaterales del “despotismo ilustrado” de
Carlos III fue que permitió, como nunca antes, la libre circulación
de las ideas en Hispanoamérica. Ello dio lugar, por una parte, a que
los círculos intelectuales latinoamericanos -constituidos
básicamente alrededor de las universidades coloniales, como en
México, Quito, Chuquisaca, Santa Fe- pudieran intercambiar ideas y
proyectos, recibir las influencias de la revolución norteamericana
y, sobre todo, del pensamiento liberal español y la Ilustración
europea.
En el caso de Quito, esto vino a sumarse a la autorización que,
desde antiguo, poseían los colegios reales de San Luis y San
Fernando, y sus respectivas universidades (de San Gregorio y Santo
Tomás de Aquino), para tener en sus bibliotecas libros prohibidos
por el Index Librorum Prohibitorum et Expurgatorum de la Iglesia
Católica. A consecuencia de todo ello, en las universidades quiteñas
existieron y se leyeron obras de autores europeos prohibidos por las
autoridades y, para la segunda mitad del siglo XVIII, la nómina de
esos autores incluía a Rabelais, La Fontaine, Descartes,
Montesquieu, Montaigne, Spinoza, Copérnico, Galileo, Kepler, Hume,
Condorcet y Bentham. Luego de la expulsión de los jesuitas, en 1767,
y declarada oficialmente la extinción de la Universidad de San
Gregorio en 1769, se dispuso la fusión de ambas universidades
quiteñas en la Real y Pública Universidad de Santo Tomás (1786),
cuya biblioteca heredó los ricos fondos bibliográficos de las
anteriores y adquirió nuevos libros. El resultado final fue una
formidable biblioteca, en donde la juventud estudiosa de Quito podía
leer no solo los libros prohibidos por el Indice inquisitorial, sino
algo todavía más atractivo y actual, que eran los libros de los
pensadores liberales franceses, ingleses y norteamericanos, tales
como Rousseau, Voltaire, Montesquieu, Locke, Smith, Adams y
Jefferson.
Sobresaliendo entre todos ellos estaba la obra más afamada,
prohibida y perseguida del mundo occidental de entonces: La
Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y de
los oficios, monumental obra en 17 volúmenes, que fuera publicada
entre 1751 y 1772, bajo la dirección de Diderot y D’Alembert. Esta
obra pretendía hacer un inventario de todo el conocimiento acumulado
por la humanidad, desechando toda banalidad y superficialidad, y
mediante una crítica implacable a todos los ídolos, prejuicios y
errores levantados en oposición a la razón. Era también una obra
de vanguardia en la defensa de las libertades, la exaltación de la
razón sobre la fe y la promoción de la técnica moderna como
instrumento para alcanzar el progreso material y la felicidad humana.
Ese ejemplar de la Enciclopedia, que fuera manejado por el
bibliotecario doctor Eugenio Espejo y leído con fruición por varios
alumnos de la universidad quiteña, hoy forma parte del Fondo
Histórico de la Biblioteca General de la Universidad Central del
Ecuador -heredera directa de la Real y Pública Universidad de Santo
Tomás- junto con muchas otras obras de los autores antes
mencionados. Y la exhibición de tales libros en esta Exposición es
la prueba más elocuente de los vínculos intelectuales que hubo
entre el pensamiento liberal europeo, y particularmente el francés,
con el pensamiento patriótico quiteño de fines del siglo XVIII y
comienzos del siglo XIX.
Naturalmente, la lectura de esas obras produjo un significativo
efecto intelectual entre los jóvenes ilustrados quiteños, que de
ellas extrajeron ideas tales como la soberanía popular, la
supremacía de la razón y la necesidad de progreso económico y
reformismo social para su país. Además, junto con la idea ilustrada
de “progreso”, empezaron a difundirse por Hispanoamérica los
conceptos de “patria” y “patriota”, que previamente se habían
difundido en Francia desde 1750.
La madurez intelectual de la élite criolla americana, y
particularmente de la quiteña, se puso entonces de manifiesto: a la
par que asimilaba los principios políticos y económicos del
liberalismo europeo y los utilizaba para fortalecer su naciente
proyecto nacional, no dudó en ejercitar una vigorosa crítica al
agresivo eurocentrismo formulado por los ilustrados europeos.
Lo cierto es que Buffon, Pauw, Raynal, Voltaire y Robertson nunca
habían conocido América y, sin embargo, pontificaban sobre ella y
llegaban al punto de proclamar, en diversos tonos, la intrínseca
superioridad de Europa sobre América, que, en su opinión, se
manifestaba en todos los reinos de la naturaleza y particularmente en
el ámbito de lo humano. Buffon sostenía que el Nuevo Mundo era un
continente inmaduro, excesivamente cálido y húmedo, que sus hombres
permanecían infantiles a lo largo de su vida y que el puma era buen
ejemplo de la inferioridad americana, pues carecía de melena del
león y era más cobarde que éste. Pauw afirmaba que los indios
americanos eran salvajes degenerados, bestias que odiaban las leyes
de la sociedad y los límites impuestos por la educación, agregando
que el clima americano era maligno y determinaba una inferioridad
física y mental del hombre, que era enclenque y en todo inferior al
europeo. Voltaire teorizaba sobre la inferioridad de América, a la
que mostraba como un continente pantanoso y poblado por naturales
estúpidos e indolentes, cuya inferioridad se demostraba, entre otras
cosas, porque eran lampiños y fáciles de ser dominados por hombres
de barba y pelo en pecho como los europeos. Raynal, pretendido
“historiador de América”, afirmaba que ésta era un continente
decrépito y que sus gentes eran débiles, cobardes, carentes de
vivacidad y potencia, todo ello a consecuencia del clima americano,
que , en su opinión, causaba la total degeneración de las especies.
Otro “historiador” de este tipo, Robertson, afirmaba que los
indios americanos eran primitivos al máximo y que los criollos
habían perdido todo vigor mental por influjo del clima cálido, que
los inclinaba a la lujuria y a la superstición. Y Antonio de Ulloa,
uno de los ilustrados españoles que vinieron a la Audiencia de
Quito, acompañando y vigilando a la Misión Geodésica Francesa de
1736, escribió que el nativo americano, fuese salvaje o civilizado,
era en todo caso infantil, pícaro, insensible y flojo, y que llevaba
una vida muy parecida a la de los brutos.
Obviamente, tales opiniones constituían una explícita justificación
del colonialismo europeo. Y así se entiende que la Real Academia
Española de la Historia encargase la traducción de la obra de
Robertson, con miras a su difusión, a la par que la corona de España
encargaba al historiador Juan Bautista Muñoz escribir una Historia
del Nuevo Mundo, utilizando las teorías de Robertson y de Pauw para
negar toda posible civilidad a los nativos americanos.
La Ilustración americana reaccionó indignada contra esas peregrinas
“teorías científicas” europeas, consciente de que tras ellas se
ocultaba el mismo espíritu colonialista de siempre, pero disfrazado
ahora de un pretendido cientificismo. (Más tarde también lo hizo la
verdadera ciencia europea, por medio del prusiano Alexander von
Humboldt y el francés Aimé Bompland, quienes viajaron diez mil
kilómetros por el Nuevo Mundo, en busca de estudiar su naturaleza,
etnografía, demografía y estructura social, lo que les permitió
evidenciar la autonomía y madurez política de Hispanoamérica, cuya
emancipación vieron próxima).
El sabio quiteño Eugenio Espejo, que formulara el primer estudio
científico sobre las viruelas y promoviese la utilización de las
vacunas, fue uno de los más duros críticos de los prejuicios de la
Ilustración europea, pese a compartir algunas de sus teorías
políticas y económicas. En su “Discurso a la Sociedad Patriótica”
denunció: “Desde tres siglos ha, no se contenta la Europa de
llamarnos rústicos y feroces, montaraces e indolentes, estúpidos y
negados a la cultura. ¿Qué les parece, señores, de este concepto?…
¿Creeréis, señores, que estos Robertson, Raynal y Paw digan lo que
sienten? ¿Qué hablen de buena fe?… El objeto de otros que nos
humillan es diverso”, concluyó. (Espejo, 1960, 327-328).
Por su parte, el educador chileno Manuel de Salas Corvalán
(1753-1841) planteó como un deber ineludible de los intelectuales
criollos, respeto de las teorías del holandés Cornelius De Pauw, el
“rebatir tales errores”; “es la tarea que nos aguarda”,
concluyó.
Muchos otros ilustrados americanos se sumaron a esa crítica de los
prejuicios europeos, entre ellos el médico peruano Hipólito Unanue
(1755-1833), en Observaciones sobre el clima de Lima; el guatemalteco
José Cecilio Valle (1780-1834), en Proceso de la historia de
Guatemala, y el mexicano Fray Servando Teresa de Mier (1763-1827), en
Historia de la revolución de Nueva España.
Esa reacción indignada de los ilustrados criollos frente a estos
prejuicios muestra su clara conciencia americana. Y hay que incluir
en esta reacción a los jesuitas criollos desterrados en Europa, que
figuraron entre los más apasionados defensores de América frente a
los prejuicios de la Ilustración europea. Apreciando que las teorías
de Raynal, Buffon, Paw, Voltaire y otros daban lugar a una renovada
justificación del colonialismo europeo, se propusieron rescatar el
pasado histórico de su patria americana, desde los tiempos de la
indianidad precolombina, y exaltar los recursos humanos y riquezas
naturales del nuevo continente. Fruto de ese esfuerzo fueron obras
tales como la Historia del Reino de Quito y el Vocabulario de la
lengua peruano-quitense, de Juan de Velasco; Historia Antigua de
México, de Francisco Xavier Clavijero; Instituciones Teológicas e
Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España, de Francisco
Xavier Alegre; Los tres siglos de México, de Andrés Calvo;
Rusticatio Mexicana, de Rafael Landívar; Compendio de la historia
geográfica, natural y civil del Reino de Chile y Ensayo sobre la
historia natural de Chile, de Juan Ignacio de Molina; Paraguay
Ilustrado, de José Sánchez Labrador. Eran obras en que se mostraba
con orgullo las riquezas, fecundidad y creatividad americanas, se
reivindicaba al mundo indígena y se ponía de relieve la sustancial
autonomía del mundo americano frente a Europa. Y constituían una
fervorosa proclama intelectual a la “Patria criolla”, que de
hecho negaba a España la calidad de “Madre Patria” de los
hispanoamericanos e incitaba a la formulación de un pensamiento
independentista.
No debe extrañarnos, pues, que algunos de esos jesuitas desterrados
se convirtieran luego en abanderados de la independencia,
destacándose en esta tarea el peruano Juan Pablo Vizcardo y Guzmán,
quien escribió la memorable Carta a los españoles americanos, en la
que expresaba: “Queridos hermanos y compatriotas! Puesto que
[España] siempre nos ha tratado y considerado de manera tan
diferente a los españoles europeos, y que esta diferencia solo nos
ha aportado una ignominiosa esclavitud, decidamos ahora por nuestra
parte ser un pueblo diferente! Renunciemos al ridículo sistema de
unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos….”
Vizcardo, notoriamente influenciado por las ideas políticas de
Rousseau, Voltaire y Montesquieu, escribió su carta en francés, en
Florencia, entre 1787 y 1791, en busca de publicarla simbólicamente
antes del 12 de octubre de 1792, en que se cumplía el tercer
centenario de la llegada de Colón a América. Y luego se vinculó
políticamente con Francisco de Miranda, quien asumió la traducción
de la Carta, escribió su introducción y dirigió su publicación
(que se hizo en Filadelfia, gracias a la colaboración de los masones
norteamericanos), para luego proceder a su distribución por
Hispanoamérica.
En fin, podemos decir que los exploradores, científicos y pensadores
fueron los adelantados de esa enorme vitalidad intelectual de nuestra
América, que quedó plasmada en obras y proyectos de significación,
los cuales revelaban el conocimiento cabal que ellos tenían de su
propio mundo. Para mencionar solo unas pocas, citamos las Memorias
histórico-físico-apologéticas de la América Meridional, verdadera
suma científica hispanoamericana escrita por el formidable
matemático peruano José Eusebio del Llano y Zapata; los notables
estudios científicos sobre la naturaleza mexicana escritos por el
astrónomo y matemático Joaquín Velásquez de Cárdenas, y en
especial su “Descripción histórica y topográfica del valle, las
lagunas y ciudad de México”, y finalmente la extraordinaria
exposición titulada “Idea del Reyno de Quito”, presentada al rey
de España por el ilustrado quiteño Juan Romualdo Navarro
Monteserrín, que la escribiera entre 1761 y 1764.
En la primera parte de esta última, su autor describía con lujo de
detalles la geografía, mineralogía, flora, fauna, población,
toponimia, economía y otros aspectos de las diferentes regiones
naturales de la Audiencia de Quito, revelando así el formidable
conocimiento que la intelectualidad criolla tenía sobre su país.
Todavía más sorprendente era la segunda parte de la obra, en donde
Navarro recomendaba al Rey de España una serie de interesantes
proyectos para el fomento y progreso del país quiteño, además de
medidas de reordenamiento fiscal y reforma social, entre éstas
algunas destinadas a mejorar la miserable situación de los
indígenas, víctimas del maltrato, los salarios de hambre y la
sobreexplotación de la “mita”.
La representación de Navarro de Navarro no solo mostraba la
erudición y humanismo de su autor, sino también el conocimiento que
la élite quiteña poseía sobre los problemas de su país y las
reformas políticas y administrativas que eran necesarias para la
promoción de su desarrollo. Además, la difusión de estas ideas en
regiones alejadas de la capital contribuyó a conformar en la clase
criolla una inicial “conciencia política” acerca de la
posibilidad de administrar autónomamente su país, sin el odioso
tutelaje colonial.
LA ECOS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA EN HISPANOAMÉRICA
En 1789 se inició en Francia la formidable revolución que puso fin
al antiguo régimen, mediante una serie de medidas que estremecieron
al mundo: abolición de la monarquía y establecimiento de la
república, eliminación de los títulos nobiliarios y los derechos
feudales, expropiación los grandes feudos de la aristocracia y de la
Iglesia, reparto de tierras a los campesinos pobres, supresión de
los privilegios del clero y decapitación de miles de personas
consideradas enemigas de la revolución. La Asamblea Nacional
francesa aprobó la memorable “Declaración de Derechos del Hombre
y del Ciudadano” (1789), en la cual se proclamó que “todos los
hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”, se
establecieron algunos “derechos naturales e imprescriptibles”
como la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la
opresión, y se reconoció la igualdad de todos los ciudadanos ante
la ley y la justicia. También se consagraron las libertades de
pensamiento, comunicación de las ideas y culto religioso. En fin, se
instituyó la separación de poderes y los principios de que toda
soberanía reside esencialmente en la Nación, no puede haber
autoridad que no surja de la ley y el pueblo puede pedir cuentas de
su gestión a todo funcionario público.
La Revolución Francesa sorprendió al mundo hispanoamericano en
plena “crisis de dominación”, causada por el intento borbónico
de reconquista económica y una creciente vocación de autonomía
frente a España y de resistencia al expolio colonial.
Si el propio desarrollo ideológico de la Ilustración
hispanoamericana había provocado ya una ola represiva por parte de
las autoridades coloniales, el temor a la fulgurante onda expansiva
de la Revolución Francesa hizo que en la misma metrópoli se
desencadenase una represión contra la propaganda revolucionaria
francesa y las ideas avanzadas. La Enciclopedia fue prohibida, del
mismo modo que los viajes de estudios al extranjero. Luego, sin poder
contener la avalancha ideológica que generaba la cercana revolución,
el gobierno de Madrid dictó la Real Resolución de febrero de 1791,
por la que se prohibía la impresión y distribución de periódicos.
También en Hispanoamérica se acentuó de inmediato la represión a
las ideas progresistas y a la prensa de vocación liberal, aunque
ello no pudo evitar que en las colonias circularan papeles
subversivos tales como ejemplares de la Constitución francesa de
1795 y copias de la Declaración de Derechos del Hombre y del
Ciudadano.
La persecución a las ideas revolucionarias de Francia se extendió a
todas las colonias españolas. Desde 1790, la Inquisición inició
una radical persecución de las ideas y papeles vinculados a “la
espantosa Revolución de Francia, que tantos daños ha causado”
(Borrego Plá, 1989, 14). Esa represión se extendió también a las
gentes provenientes de Francia o de las colonias francesas del
Caribe. Así, el 21 de mayo de 1790, el Presidente de Quito, don
Antonio Mon, recibió del gobierno de Madrid una Real Orden que venía
con tres sobres lacrados y con el signo de “Muy Reservada”, lo
que equivalía a decir que era supersecreta. Una vez abiertos los
sobres, Mon pudo enterarse del trascendental motivo que había
generado esa comunicación y que era transmitirle el mandato real de
que “de ningún modo consienta en las Provincias de su mando la
presencia de negros prófugos o comprados que procedan de las
Colonias Francesas, a efecto de impedir que por este medio se
propaguen en esos dominios las especies sediciosas que han querido
esparcir algunos individuos de la Asamblea Nacional de aquella
nación.” 1
Resulta notorio el temor que había en la monarquía española frente
a los sucesos revolucionarios del país vecino, donde una alianza de
la burguesía, el bajo clero y el pueblo llano había tomado el poder
y había convocado una Asamblea Nacional Constituyente que, en el
lapso de unos pocos meses, abolió los derechos feudales, los diezmos
eclesiásticos y las justicias señoriales, eliminó los privilegios
del clero, nacionalizó los bienes de la Iglesia, sometió el poder
eclesiástico a los mandatos del poder estatal y emitió la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Posteriormente,
en 1792, la revolución decretaría la abolición de la monarquía y
el establecimiento de la República y, pocos meses después,
decapitaría al rey Luis XVI (21 de enero de 1793), a la reina María
Antonieta y a numerosos aristócratas.
Esa profunda y radical transformación ocurrida en Francia afectó
duramente a la monarquía española, que vio con horror la ejecución
en la guillotina del rey Borbón francés, familiar del rey de
España, y liquidados los “Pactos de Familia”, que hasta entonces
habían mantenido a España y Francia como aliadas incondicionales,
principalmente para enfrentar el poderío de Inglaterra. Y es en ese
marco que debe entenderse la política de aislamiento y cierre de
fronteras que impuso el gobierno español del primer ministro
Floridablanca, con la intención de impedir la expansión hacia
España y sus colonias de las ideas revolucionarias francesas.
En los años siguientes, esas cartas reservadas siguieron llegando a
Quito. Una de ellas alertaba al Presidente de Quito sobre la posible
llegada de papeles impresos procedentes de Europa, que transmitían
ideas incendiarias y podían turbar la tranquilidad social y política
de la colonia quiteña. En concreto, el Rey de España mandaba que en
todas sus posesiones ultramarinas “se evite la introducción de las
Memorias de la Revolución de España, escritas por el abate Pradt,
en el caso de llegar a alguno de esos puertos (americanos) el
bergantín francés Paulina, en que se han embarcado 1.500 ejemplares
de esta obra, traducida al castellano, y se cele estrechamente su
difusión en obsequio de la tranquilidad pública.” 2
EL PAPEL DIFUSOR DE LAS LOGIAS MASÓNICAS
Junto con las ideas de la Ilustración y las misiones científicas
europeas llegó a Hispanoamérica la Francmasonería, organización
secreta de carácter filosófico y filantrópico, que abogaba por la
libertad de pensamiento y promovía las ideas de libertad e igualdad
de los ciudadanos. Y su difusión se explica, precisamente, como una
reacción al despotismo monárquico y la acción represiva de la
Inquisición, factores que impedían la libre circulación de las
nuevas ideas políticas y el debate de los proyectos de reforma
social. Así, mientras en la vida pública reinaba el despotismo,
cuando no el oscurantismo, en el mundo subterráneo de las logias
masónicas se hablaba libremente de los grandes problemas de la
sociedad y se formulaban planes y proyectos de cambio, inspirados en
la razón y el espíritu de progreso.
Entre los mayores animadores de la masonería figuraron los
científicos ilustrados europeos y americanos. Uno de ellos fue el
botánico y naturalista español José Celestino Mutis, quien llegó
a la Nueva Granada en calidad de médico personal del virrey Messía
de la Zerda, en 1761 , y posteriormente dirigió la afamada
Expedición Botánica (1783). Además de combatir la escolástica
medieval y otras ideas anacrónicas que prevalecían en la enseñanza
de la medicina y la filosofía, difundió la física de Newton y el
sistema heliocéntrico de Copérnico, y propuso que la enseñanza de
la matemática y las ciencias naturales fuera la base de la educación
y la formación intelectual de las gentes. Todo ello le valió ser
denunciado por los dominicos ante el virrey y la Inquisición, como
propagador de doctrinas erróneas y heréticas. Otro fue el
mineralogista vasco Juan José D’Elhúyar, un científico de ideas
políticas avanzadas, que descubrió el tungsteno o wolframio, y en
cuya biblioteca han encontrado sus actuales estudiosos abundantes
huellas de su orientación humanística y liberal, tales como libros
de autores prohibidos franceses e ingleses. Otro más el médico y
aventurero francés Luis de Rieux, que se había asentado en Bogotá,
aparentemente en busca de fortuna y cargos públicos, pero que en
realidad era un activo difusor de la masonería, que asistía
asiduamente a las tertulias literarias de Bogotá y por ello fue
reiteradamente acusado de conspirador contra el poder colonial.
Estos tres personajes se aliaron con el comerciante, librero y
pensador neogranadino Antonio Nariño para formar en Bogotá, hacia
1780, la logia masónica El Arcano Sublime de la Filantropía, en la
que invitaron a participar a lo más florido de la juventud
santafereña. (Más tarde, Nariño sería enjuiciado por traducir y
difundir la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,
y Rieux sería uno de los apresados y enjuiciados en 1794, siendo
condenado a destierro y prisión en Cádiz, de donde regresó a
Bogotá a principios de 1801, haciendo parte del trayecto en compañía
del sabio Humboldt, también notable masón.)
El asunto tiene particular importancia para la historia de Quito,
puesto que en esa logia se iniciaron masones tres notables ilustrados
quiteños: el médico Eugenio Espejo, que se hallaba desterrado en
esa ciudad por orden de las autoridades de su país; su hermano, el
clérigo Juan Pablo Espejo, que lo había acompañado al destierro, y
don Juan Pío Montúfar, II Marqués de Selva Alegre, que había
llegado a la capital virreinal en viaje de negocios. Su iniciación
habría ocurrido en 1789, el mismo año de la Revolución Francesa.
Allí, estos tres quiteños tomaron contacto con las ideas de la
revolución francesa y en particular con la Declaración de Derechos
del Hombre y del Ciudadano, traducida por Nariño en esos mismos
días. Y allí publicó Eugenio Espejo su “Discurso a la Escuela de
la Concordia”.
Al volver a Quito, en 1792, los Espejo y Montúfar se abocaron a la
tarea de constituir efectivamente la “Escuela de la Concordia”,
concebida como una sociedad secreta, destinada al cultivo del
pensamiento libre y la fraternidad masónica. Y lo hicieron con la
colaboración de otros dos masones quiteños, iniciados en el Oriente
de Francia: Miguel de Gijón y León, primer Conde de Casa Gijón, y
su sobrino Joaquín Sánchez de Orellana, Marqués de Villa Orellana.
Precisamente fue Gijón el otro vínculo directo de Quito con las
ideas pre revolucionarias de Francia, donde este ilustrado quiteño
había entablado estrecha amistad con el notable pensador liberal
Denis Diderot, quien, a través de su “Enciclopedia”, aportara la
base teórica para la futura Revolución Francesa. Pensador liberal,
empresario de éxito y francmasón, Gijón fue afamado en Europa por
la modernidad de sus ideas económicas y su carácter emprendedor.
Sus conocimientos y filantropía le valieron ser admitido, en 1776,
en la “Sociedad Económica de Amigos del País” de Madrid, donde
fue uno de los socios más activos e influyentes. Fue amigo del
ilustrado limeño Pablo de Olavide y, junto con éste, colaboró con
el rey Carlos III en sus esfuerzos por modernizar económicamente a
España. Pero Gijón y Olavide fueron perseguidos en España por la
Inquisición, que apresó a Olavide y lo acusó de ser un masón
irreligioso. Gijón huyó a Francia, donde recibió la visita de su
sobrino Joaquín Sánchez de Orellana, marqués de Villa Orellana, a
quien introdujo a su vez en la masonería. Luego de regresar a Quito,
en 1786, Gijón se empeñó en difundir sus ideas de progreso
económico y reforma social, pero fue nuevamente perseguido por la
Inquisición, por lo que emprendió huída a Europa, a través de las
selvas del Amazonas, falleciendo trágicamente durante el viaje, al
hacer escala en Jamaica.
La “Escuela de la Concordia” sería el crisol en donde se
forjaría el patriotismo de la elite quiteña. Extinguida tras la
muerte de Espejo, de su cenizas nacería, años más tarde, la logia
“Ley Natural”, que tuvo como sus presidentes al Barón de
Carondelet y, luego, a Juan Pío Montúfar, II Marqués de Selva
Alegre. Esta logia fue el centro de la conspiración anticolonial de
1808 y 1809, como lo reconocerían luego los defensores del poder
colonial y en particular el chapetón Pedro Pérez Muñoz, cuyas
cartas reservadas al gobierno español han sido publicadas
recientemente por Fernando Hidalgo Nistri. 3 En esas cartas se
menciona como el principal promotor masónico en Quito al sabio
Humboldt, quien llegara a este país en compañía del botánico
francés Aimé Bompland, otro francmasón. En todo caso, hay que
precisar que Humboldt detectó en América el creciente conflicto que
oponía a criollos y chapetones, y que escribió al respecto:
“El más miserable europeo, sin educación y sin cultivo de su
entendimiento, se cree superior a los blancos nacidos en el Nuevo
Continente (…) Los criollos prefieren que se les llame americanos;
y desde la paz de Versalles y, especialmente después de 1789, se les
oye decir muchas veces con orgullo: “Yo no soy español, soy
americano;” palabras que descubren los síntomas de un antiguo
resentimiento…” 4
En fin, la América Hispana tuvo otro contacto directo con la
Revolución Francesa a través de Francisco de Miranda, el empeñoso
agitador de su independencia. Típico producto del criollismo
hispanoamericano y del espíritu renovador que recorría el mundo, el
Precursor había sido sucesivamente oficial de los ejércitos
españoles, amigo de Washington y jede de un cuerpo expedicionario
antillano -formado por mulatos cubanos y haitianos- que combatió por
la independencia norteamericana, propagandista de la independencia
hispanoamericana y general de los ejércitos revolucionarios de
Francia. A partir de 1790, la vida de Miranda se concentraría en el
objetivo principal de promover la causa de la independencia
sudamericana. Para ello, desenvolvería una campaña internacional de
agitación contra el colonialismo español y organizaría a los
hispanoamericanos presentes Europa, para la lucha independentista.
Miranda se había iniciado francmasón en Filadelfia, en los días de
la independencia norteamericana, y luego fundó en Londres, en 1797,
la Gran Logia Hispanoamericana, de la que fue Gran Maestro. Destinada
a concertar voluntades para la lucha independentista, a penetrar y
agitar secretamente a la sociedad colonial y a facilitar el respaldo
extranjero para la causa nacional, esta Gran Logia se radicó en
Londres y tuvo como filiales a las Logias Lautarinas que se habían
constituido en Cádiz y otros lugares de Europa y América. La
organización reconocía cinco grados masónicos. El juramento del
grado de iniciación era luchar por la independencia de
Hispanoamérica y el del segundo grado, hacer profesión de fe
democrática y abogar por el sistema republicano.
Motivados por sus sueños de independencia y el ambiente
revolucionario irradiado desde Francia, ingresaron a la Gran Logia
Hispanoamericana, en Londres o en Cádiz, los siguientes personajes:
Bolívar y San Martín; López Méndez y Bello, de Venezuela; Moreno,
Alvear y Monteagudo, del Río de la Plata; Montúfar y Rocafuerte, de
Quito; O’Higgins y los Carrera, de Chile; Valle de Guatemala; Mier,
de México; Nariño y Zea, de Nueva Granada; Vizcardo y Olavide, del
Perú. A su vez, en otras “logias lautarinas” se iniciaron otros
jefes de la independencia sudamericana, como Zapiola, Saavedra,
Belgrano, Guido, Las Heras y Alvarado. El ex jesuita Vizcardo y
Guzmán actuaba como jefe de propaganda de la Logia Hispanoamericana
e hizo de sus escritos un ariete contra el colonialismo español. Su
Carta a los españoles americanos, inspirada en buena medida en las
ideas de Rousseau, fue distribuida en miles de ejemplares por todo el
continente y perseguida por inquisidores, curas y oficiales reales
como un peligroso texto subversivo.
LÍMITES Y METAS DE LA INSURGENCIA CRIOLLA
Dueños de ricas plantaciones cultivadas con trabajo esclavo o de
enormes latifundios beneficiados por el trabajo indígena servil,
muchos de ellos poseedores de títulos nobiliarios, los criollos
aspiraban a una emancipación política de España, que los
convirtiese en miembros de una clase dominante con plenos derechos, y
no a una revolución social que, como la francesa, repartiera la
tierra a los campesinos pobres, liquidara los derechos feudales y
arrasara legal y físicamente con la nobleza. Lo que querían, en
definitiva, no era transformar esencialmente a la sociedad colonial,
sino mantenerla para su exclusivo provecho, cortando de un tajo la
dependencia frente a la metrópoli y asumiendo el tan ansiado poder
político.
Desde luego, en ese marco histórico general cabía una gama de
posiciones ideológicas, incluso contradictorias, desde aquellas de
los republicanos radicales, que propugnaban por la liberación de los
esclavos, el reparto de tierras a los campesinos y la eliminación
del tributo indígena, hasta las de los monárquicos liberales, que
aspiraban a sustituir a la corona española por las testas coronadas
de señores criollos. Los mexicanos Hidalgo e Iturbide serían, en el
futuro y en un mismo país, buena muestra de la pervivencia de estas
posiciones.
El estallido de la Revolución Haitiana, en 1791, fortaleció las
posiciones conservadoras del criollismo. El ejemplo de ese país de
esclavos que se rebelaba contra sus amos blancos, liquidaba de raíz
el poder colonial, derrotaba a los ejércitos metropolitanos que
pretendían someterlo de nuevo, extendía su revolución al
territorio colonial próximo (Santo Domingo) y proclamaba finalmente
su independencia, generó estallidos de simpatía en otras colonias
del área del Caribe: Martinica, Tobago, Santa Lucía, casi todas las
islas británicas, Curazao y Venezuela.
Por entonces, el área del Caribe albergaba una población esclava de
aproximadamente 1’200.000 personas, de las cuales más de 600.000
radicaban en las posesiones francesas, unas 300.000 en las posesiones
británicas y sobre 200.000 en las posesiones españolas insulares
(Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo) y de Tierra Firme (Venezuela y
Nueva Granada). Considerando la tradicional rebeldía de la población
esclava, que en ese mismo siglo XVIII había protagonizado
levantamientos en casi todos los territorios de la región, tenía
lógica esperar el estallido de nuevas sublevaciones en el área. De
ahí que, mientras la llamada “ley de los franceses” se convertía
en consigna esperanzada de los esclavos y humildes de toda laya,
también aterrorizaba a los propietarios criollos de Sudamérica.
El movimiento subversivo de Gual y España- cuyo programa inspirado
en los principios de la Gran Revolución, contemplaba la abolición
de la esclavitud- y sobre todo la conspiración del mulato Chirinos,
testigo de la Revolución Haitiana, que planeaba un masivo
levantamiento de pardos contra la oligarquía mantuana de Venezuela,
sumaron un nuevo motivo de inquietud para el criollismo del norte
sudamericano.
Visto ese ámbito internacional, la perspectiva del criollismo se
volvió también cada vez más inquietante. Los bandazos políticos
de la disminuida monarquía española, convertida finalmente en
financista de las guerras napoleónicas e instrumento dócil de la
política internacional francesa, causaron honda preocupación en la
clase criolla, cuyo temor a la burguesía francesa “cortadora de
cabezas” había ido en aumento. Al fin, la invasión napoleónica a
España y la imposición de un gobierno francés en Madrid (1808)
acabaron por precipitar una reacción criolla, encaminada a la
preservación de sus intereses sociales y políticos.
Así se explica que la Revolución Quiteña de 1809, al igual que la
mayoría de las que le siguieron en el continente, haya sido una
“revolución conservadora”, que buscaba el control efectivo del
poder por parte de los criollos y una progresiva emancipación de
España, pero preservando en todo caso la estructura social
preexistente. Salvo ciertas aisladas proclamas del sector radical
(Morales, Quiroga) a favor de los derechos del hombre, la tendencia
general fue favorable al mantenimiento de los privilegios de la
aristocracia y del clero, a la preservación de la religión y a la
continuación de las viejas injusticias sociales: la servidumbre de
los indios, la esclavitud de los negros y la marginación social de
los mestizos de toda laya.
Inevitablemente, tal revolución estaba condenada al fracaso, porque
únicamente había consultado los intereses de los propietarios
criollos, pero en ningún caso los de indios, negros y castas, que
constituían la inmensa mayoría de la población y tenían sus
propias ideas de liberación social y emancipación nacional. Apenas
una docena de años antes, tras el terremoto de 1797, los indios de
la sierra central se habían alzado a los gritos de que “ya era
hora de que los españoles (chapetones o criollos) se largasen de
América y devolvieran su tierra y libertad a los indios, pues habían
concluido los tres siglos de dominio que les había dado el Papa” y
de que, por lo mismo, “ya no debían pagar tributos”. 5 Juan de
Dios Morales fue testigo de ese alzamiento y de esos gritos
reivindicativos. Y solo unos años atrás, 30 mil indios de Guamote
habían protagonizado su último levantamiento contra el sistema
colonial, proclamando “que se maten a los mestizos y españoles”
y enfrentándose con armas primitivas a las tropas reales dirigidas
por el Corregidor Javier Montúfar, hijo del Marqués de Selva
Alegre, las que luego efectuaron una sanguinaria represión en esa
zona andina.
Enfrentada a sus propias limitaciones políticas, la Revolución
Quiteña sólo consiguió el respaldo activo de la población urbana
de Quito, que se enroló entusiastamente en la “Falange” y otros
cuerpos militares que se levantaron luego en la ciudad. Para
enfrentarla, sus enemigos recurrieron a todas las armas posibles:
enviaron fuerzas desde los virreinatos próximos, excitaron los celos
regionalistas de las demás provincias y ciudades quiteñas, y,
cuando fue necesario, armaron a indios y negros para una
contrarrevolución. Se destacó en esto el gobernador de Pasto, el
coronel español Miguel Tacón, cuando se sintió desbordado por las
fuerzas insurgentes que venían del sur (Quito) y del norte (Cali):
armó a los indios de Pasto y a los esclavos negros de Barbacoas y
del Patía, y decretó liberación de tributos y manumisión de la
esclavitud a favor de quienes tomaran las armas contra los
propietarios criollos alzados contra el rey. Eso animó la
resistencia social pastusa y patiana, que se extendió hasta 1823 al
grito de “Viva el rey y mueran los blancos”..
En todo caso, no hay que olvidar que esa revolución de 1809, con
todas sus limitaciones y errores, fue el punto de partida de nuestra
independencia nacional y el crisol en que se fundió, con pólvora de
cañones y sangre de mártires, el espíritu de la independencia
hispanoamericana, hito importante en el proceso de descolonización
del mundo.
Citas
y notas
1
El Secretario de Estado y del Despacho Universal de Hacienda de
España e Indias al Presidente de Quito; Madrid, a 21 de mayo de
1790. Archivo General de Indias, Sección Audiencia de Quito, legajo
233.
2
El Secretario de Gracia y Justicia al Virrey Pezuela; Madrid, 25 de
abril de 1817. AGI, Lima, l. 756.
3
Fernando Hidalgo Nistri, “Compendio de la rebelión de la América.
Cartas de Pedro Pérez Muñoz sobre los acontecimientos de Quito de
1809 a 1815”, FONSAL, Quito, 2009.
4
Alexander von Humboldt, en su Ensayo político sobre el Reino de la
Nueva España.
5
Informe del Presidente de la Audiencia, Luis Muñoz de Guzmán, al
ministro Llaguno. Quito, 20 de febrero de 1797. AGI, S. Quito, L.
250.
Fuente:
https://academiafrancmasonicaecuatoriana.wordpress.com/2009/03/26/la-revolucion-francesa-y-la-revolucion-quitena-de-1809/#more-464