Resumen:
Nuestro hermano Efraín piensa en los últimos tiempos de Manuelita
exiliada en Paita, ella ya está anciana y en un sillón con ruedas,
preparando golsinas para la venta, lo que le permite subsistir. Y
mientras lo hace tiene lugar un monólogo mental en que recuerda su
vida. Se trata de una adaptación de datos biográgicos e históricos
a una imaginaria biografía íntima, en que recuerda una infancia
feliz en la hacienda de su abuelo, su posterior vida en el convento
de Santa Catalina, donde aprendió lo que en su vejez se convirtió
en su medio de vida. Se mezclan esos lejanos recuerdos con otros más
recientes, como las visitas de Ricardo Palma y Giusseppe Garibaldi, y
retoma los tiempos pasados con su nombramiento como Caballerosa del
Sol por parte del Libertador San Martín. También recuerda al doctor
Thorne, con el que la casaron de joven. E indudablemente el gran amor
de su vida, el Libertador Bolívar, de la que fue su Libertadora. Y
viene una reflexión sobre Latinoamérica, de entonces y actual, que
concluye con la necesidad de su unión. Al final sueña arar en el
mar, sembrando semillas de libertad en la espuma de las ilusiones,
para bajar tranquila al sepulcro.
Escenario:
Una sala humilde, limpia, señorial. Unas cuántas sillas de mimbre,
una mesita central y un armario con vajilla en su interior. Manuela,
vieja, un tanto pasada en carnes, viste con dignidad y se moviliza en
un sillón con ruedas.
Jonathás
prende el brasero. Nathán mezcla la harina con los huevos, una
cuchara mama de manteca y el zumo de limón. Con la mano hay que
batir y batir la mezcla hasta el sudor. La madre Teresa decía que la
verdadera cocina necesita de los brazos del hombre y el corazón de
la mujer. A falta de brazos hay que multiplicar el corazón para que
los manjares sean una verdadera delicia. Que estricta era la Madre
Teresa, en la cocina por su puesto, porque en lo demás era un ángel
o mejor una monja humana, tolerante, comprensiva. A ella recurría a
desahogar mis recuerdos. Madre Teresita, le decía, en la hacienda de
mi abuelo pasé una infancia feliz. Tenía un caballo manso en el que
cabalgaba desafiando al viento, mi cabellera se enredaba con las
nubes, y bajo la sombra de los árboles me bañaba con una lluvia de
ilusiones. En la casa de hacienda gozábamos de la abundancia de
granos y hortalizas sembrados y cosechados por los buenos y humildes
peones. Yo tenía pena de los peones, pero mi padre me recriminaba
por ese sentimiento de piedad cristiana. La Joaquina era como vos, me
decía mi padre, dadivosa, compasiva, justa. Pobre mi mamita. Murió
cuando más la necesitaba, cuando mi juventud necesitaba de un
bastoncito para caminar en el amor.
Mi
padre me internó en el claustro para que aprenda a leer, a escribir,
a bordar y a hacer manjares, después de que tuve una aventura
amorosa con el oficial español Fausto D´Elhuyar. No me fue mal bajo
esos muros de piedra unidos con salmos y rezos. Si no hubiera
franqueado esos claustros, no le hubiera conocido a la madre
Teresita, ni hubiera leído la autobiografía de Sor Catalina de
Jesús Herrera, la monja guayaquileña que muy pronto estará en los
altares. Hasta conocí el túnel por donde dicen que venia el
Provincial de los dominicos, el padre Gamero, con una serie de
frailes disolutos a bailar el fandango con las monjas del claustro.
Cuentos, no más.
Salí
del claustro graduada de fina señorita y apta para participar en las
reuniones aristocráticas que mi padre realizaba con altas
personalidades del gobierno español. “Es una temeridad -escuchaba
decir- emanciparse de la Madre Patria. De un indio como Espejo, nada
bueno puede venir”.
–
Nathán…
¿ya acabaste de batir la mezcla? ¡Cómo te demoras, hija! Dile a
Jonatás que también se apure. Nos cae la noche y tenemos que apurar
los dulces para la venta. Pasado mañana es jueves de Corpus y los
paiteños no se privan de saborear una golosina. ¡Quien hubiera
creído que lo que aprendí donde las monjas, ahora me sirve de
sustento y para salir de apuros cuando me caen las visitas! No hace
mucho vino a conocerme un poeta. Se llama Ricardo Palma y hemos hecho
una buena amistad. El me trae del mar sus frutos apetecidos, porque
por ser poeta es marinero o viceversa; yo le convido mis dulces que
se asemejan a la luna llena que el jueves de corpus sale por el
Itchimbía como un beso blanco inagotable. Al loco de Giuseppe
Garibaldi le regalo un paquete de tabacos, porque tabaco también
confecciono y vendo para subsistir con mis dos negras fieles.
Garibaldi es un buen amigo. Nos pasamos conversando horas enteras
sobre la liberación de América y la unificación de su querida
Italia. Los otros visitantes tratan de arrancarme algunas
confidencias sobre Bolívar y Sucre, sobre San Martín y Monteagudo.
¡No! No son de mi agrado las miradas retrospectivas y, sin embargo,
no las olvido. Recuerdo la mirada de mi padre cuando fui arrebatada
de los brazos de Fausto la misma noche en la que me fugué.
Inmediatamente me condenó a la hacienda de mi abuelo y luego al
claustro de Santa Catalina donde maduró mi juventud. Revalorándome
con ocho mil pesos de dote se arregló mi matrimonio con Jaime Thorne
e inmediatamente viajamos a Lima para que la sociedad quiteña eche
tierra de olvido sobre mi cabeza. No era malo Jaime. Me llenaba de
comodidades, si bien, como todo hombre dedicado al comercio, era
despreocupado en las delicias del amor. En los palacios virreinales
de la placentera Lima apoyé como pude a José de San Martín y él,
generosamente, me hizo Caballeresa del Sol.
Miren
cómo ha quedado la Caballeresa del Sol: vieja, gorda e inválida. Me
movilizo gracias a este sillón con ruedas y el generoso empuje de
una de mis negras. Pero, gozo con el mar. Cada día escucho el
batallar del viento, de las olas, de los truenos y miro como el
velero avanza despacito a los confines de la libertad. La sal del
viento cristaliza mis lágrimas y en mi pecho, con arena húmeda y
brillante, escondo los suspiros para que no se escapen de él. Porque
vieja y gorda aún suspiro. No, ciertamente por Bolívar. A Bolívar
le amé de vivo y ahora de muerto le adoro. Suspiro por la libertad
de América. Suspiro por la unidad de América. Suspiro por la unión
de sus hombres: blancos, mestizos, indios, negros. Suspiro por el
lejano Quito hecho de cúpulas y gallos cantores y suspiro por Paita,
puerto donde ancla la paz en los ojos de todo pescador pobre y en la
sonrisa de todo niño bronceado de esperanzas.
Vine
a Paita desterrada por conspiradora. Los conspiradores me calificaron
de conspiradora como el Libertador me honró con el título de
Libertadora del Libertador. ¿Conspiradora? Si luchar por el ideal
bolivariano es conspirar, bien venido el título de Conspiradora.
¿Libertadora? Es cierto que el 25 de septiembre de 1828 libré a
Bolívar de la muerte planificada por Santander y que iba a ser
ejecutada por Pedro Carujo. Por la ventana del Palacio de San Carlos
obligué huir a Bolívar y decidida me enfrenté con los asesinos.
Pero, mucho antes, y con tesón, le libré de la tristeza que
encadenaba su alma desde la muerte de su joven esposa María Teresa
Rodríguez, a sus dieciocho años de edad, a los ocho meses de
casados, al comienzo mismo de su ilusión.
La
liberación de su tristeza la comencé aquel día 16 de junio de 1822
cuando Quito, engalanada de fiesta, recibía pletórico de gratitud
al Libertador. Nos miramos: él desde su caballo blanco y yo desde el
balcón; él con su sombrero en mano y yo con unas flores en el
corazón. Nos miramos. El amor se hizo luz y nos alumbró
permanentemente en el camino. “En mi cabeza -me contaba Bolívar al
referirse a su amor a María Teresa- sólo había la niebla de un
amor apasionado”. Esa niebla me encargué de disiparla con respeto,
cautela y admiración. La niebla, ese manto gris y frío que opaca la
realidad de la vida. No la pasión. La pasión es fuerza, es coraje,
es intrepidez para desafiar hasta los límites de los imposibles. Y
apasionadamente nos amamos en el Palacio de la Magdalena, muy cerca
de Lima y después en Bogotá en el Palacio de San Carlos y en la
Quinta, hoy llamada Bolívar. Apasionadamente nos amamos con el fuego
ardiente de la carne y apasionadamente nos amamos con el fuego divino
de los ideales. Las pasiones por los ideales fueron más poderosas
que las pasiones de la carne; pero, fueron las pasiones de la carne
las que escandalizaron a la beatitud limeña y bogotana. Bolívar,
recuerdo, sufrió un desmayo en el pequeño puerto de Pativilca,
cerca de Lima, y la causa de su preocupante malestar no acreditaron a
la fiebre gástrica muy frecuente en las zonas tropicales sino a
nuestras zonas tórridas de amor.
–
Jonathás…¿quieres
servirme un vaso de agua? El recuerdo de las pasiones me produjo sed.
Sed de agua y sed de verdad. Tengo unas inmensas ganas de gritar al
mundo que Bolívar no era únicamente el inquieto y voluble soñador,
ni el apasionado amante en tiendas y alcobas. Bolívar era el
trabajador y organizador consciente que sabe de la responsabilidad
que implica el bienestar que busca un pueblo. Cansado de tantas
batallas y sosegado con tantas victorias aceptó viajar al Perú para
organizar un nuevo estado. “Reorganizó la administración estatal
con medidas audaces y tajantes, organizó y preparó el ejército,
ordenó hacer uniformes a las mujeres, recogió mantas y ponchos para
abrigar a los soldados durante las marchas, fabricó cantimploras y
herraduras para los caballos y mulas, adiestró a las tropas para la
lucha de montaña, reunió varios millares de reses y buena cantidad
de maíz, almacenó forraje para los animales, preparó depósito de
provisiones y agua, devolvió las tierras a los indios para que
trabajasen, procuró mejorar su instrucción e incluso fundó la
Universidad de Trujillo”. Este era Bolívar: el Hombre, el
Ciudadano, el Libertador. Y también, claro está, el soñador. Soñó
y soñamos en una América grande sin fronteras más que para el
hambre, la ignorancia y la corrupción. Sueños, nada más. Sueños
huérfanos de realidad.
Y
era también un caluroso amante. “Ven, ven, ven” me decía en la
carta que desde Bogotá me envió a Lima. Se sentía solo,
abandonado, triste y me necesitaba como el fuego necesita leña para
arder y consumirse juntos. Yo permanecí en Lima tratando de defender
su prestigio hasta que fui encarcelada y vejada. Huí de la cárcel y
llegué a Bogotá venciendo miles de peripecias, y en cada una de
ellas escuchando la insistente llamada de mi amado: “Ven”. “Estoy
envejecido, flaco de cuerpo, desencajado el rostro, tristes mis ojos
y solitario el corazón. “Ven” y por las noches soñaba que sus
manos apretaban mi pecho hasta convertir mis ojos en dos ríos azules
de lágrimas. “Ven” y cruzando los ríos y montañas escuchaba su
clamor: “Hoy te necesito para librar la última batalla y alcanzar
la victoria, la única que nos falta, la de la trascendencia que se
alcanza con las armas del amor”.
Aquí
estoy mi Libertador, le dije. He vencido la distancia galopando a la
velocidad de los suspiros. Aquí estoy para colmarte de ternuras,
para exaltar tus ideales, para curar tu desobligo causados por la
maldita ambición de tus enemigos. Vamos a tu solariega quinta de
Fucha a descansar. Percibir la fragancia de los cedros y de los
cipreses es una buena terapia para recobrar las fuerzas del cuerpo y
arrullar las ilusiones del espíritu. Después, recuperado,
regresaremos al Palacio de San Carlos a poner en marcha a la Nación
Colombiana. No te preocupes por lo que digan las gentes. El pecado
del amor, de nuestro amor, es el único camino que conduce al cielo.
–
Me
siento cansada. Nathán ¿quieres llevarme al dormitorio, por favor?
Antes, pásame el cofre donde guardo mis recuerdos. Me resulta
estimulante refrescar las últimas acciones de su vida y releer sus
últimas palabras: Era el 27 de abril de 1830 cuando presentó la
renuncia definitiva tras la elección del nuevo presidente de
Colombia en la persona de Joaquín Mosquera. El 8 de mayo salió al
exilio. Se despidió de su patria, de sus contados amigos, de sus
parientes y de mí. No me dijo nada especial sino “un te amo”
susurrado a mis oídos como la primera vez en el baile de gala
organizado por el triunfo de Pichincha; como en la batalla de Junín
cuando nos coronamos de gloria; como en la quinta que hoy lleva su
nombre cuando nos bañábamos de agua, sol y flores. Organicé una
contra revolución… en vano. Pues, aunque Colombia pedía su
retorno él no tardó en contestar: “Estoy viejo, cansado, enfermo,
desengañado, afligido, calumniado y mal pagado… Creo que todo está
perdido… Hemos arado en el mar”.
Entonces,
me enamoré del mar. Pasé un año en Jamaica. Al retornar al Ecuador
el Presidente Vicente Rocafuerte me apresó y desterró porque “las
mujeres preciadas de buenas mozas y habituadas a las intrigas del
gabinete son más perjudiciales que un ejército”.
Preferí
Paita por el mar, por la soledad, por la pobreza. Con mis fieles
amigas, Jonathás y Nathán, organizamos un imperio pequeñito como
es el porte de un corazón. Bautizamos con el nombre de Simón a todo
niño que en la playa trasladaba el mar a un hoyo de arena. Enseñamos
a leer y a escribir a las buenas gentes que llegaban a nuestra casa
levantada con los instrumentos de la solidaridad. Viajamos hasta
donde nos era permitido enarbolar el nombre de Bolívar como bandera
de dignidad y libertad.
Han
pasado los años. América se muestra esplendorosa en toda su inmensa
latitud. Es dueña de campos fértiles, de cascadas blancas y
ruidosas, de montañas como senos fecundos de una mujer voluptuosa.
La selva amazónica produce el oxígeno necesario para la humanidad
entera; la biodiversidad es sorprendente: mariposas y flores se besan
y mueren. Rodeada de mares parece una sirena con voz de soprano,
cantando a las olas que vienen y se van con sus veleros cargados de
esperanza. Y desde la profundidad del tiempo emerge el hombre
rastreando a la vida para sembrar en ella su tajo de inteligencia, de
creatividad, de incansable trabajo, de lozana belleza.
Cada
país avanza por el sendero del progreso. Cada ciudad muestra un
crucigrama de avenidas, parques, rascacielos, puentes colgantes,
mercados opulentos, iglesias adornadas con el lazo azul de la
promesa. Los pueblos rurales son un poema escrito en el papiro
curtido por la paz. Pero, el sueño de Bolívar sigue siendo un
sueño. Innumerables son las declaraciones y tratados que los
presidentes firman en sus cumbres con fotos y banquetes,
declaraciones líricas muy útiles para tiempos de campaña,
“Ideología de Consumo”, pero que en nada sirven para cicatrizar
definitivamente las viejas heridas causadas por insanas ambiciones.
Bolivia busca un horizonte de mar y Chile se resiste. Perú se mira
de reojo con el Ecuador. Colombia y Venezuela no son los buenos y
tranquilos vecinos. Para buscar una solución pacífica las naciones
se arman. Qué contra sentido. Para vivir en paz hay que mostrar los
dientes cargados de odio, de furia y rencor.
Sin
embargo, siendo un grave mal el resquemor entre los pueblos
sudamericanos, el peso que nos convierte en modernos indios
conciertos, en auténticos esclavos de la gleba, es la deuda externa.
No podemos levantar nuestra cabeza. Trabajamos para pagar al patrón
por sus migajas derramadas a nuestro favor, y lo que es peor, tenemos
que pagar agradeciendo, postrándonos a sus pies, despojados de
dignidad y de vergüenza. Y nos viene mucho más: el ALCA, el TLC y
más deuda externa para nivelar el presupuesto. Necesitamos mucha
plata para llenar de goles la cabeza de nuestros niños. Necesitamos
mucho dinero para llenar las piscinas con los baldes de nuestras
estupideces.
No
son problemas que existieron ciertamente en el tiempo de Bolívar;
pero, qué bien nos hubiéramos defendido si su idea de formar La
Gran Confederación de Países Latinoamericanos, basados en su
identidad común, hubiera sido aceptada en la convención que para
ese fin convocó en Panamá. “Desde el primer momento de la
revolución -dice en una de sus cartas- me convencí que sí un día
pudiéramos establecer naciones libres en América del Sur, una
federación entre ellas sería la forma más fuerte de unión”
Pero…
¿qué pasa?…Yo, Manuela, la amante del Libertador. Yo, Manuela, la
Insepulta de Paita como me calificara Neruda. Yo, Manuela vieja,
gorda y tullida ¿estoy hablando como una madura mujer del siglo XXI?
… ¡Sí! porque los soñadores no desaparecen en los remolinos de
la historia. Estamos vivos los Espejo, los Sucre, los Bolívar, las
Manuelas, los hombres y mujeres que entienden Patria no como un culto
al pasado sino como un HACER el presente de una manera dinámica
constante, comprometida y comprometedora.
Jonathás,
Nathán, vengan mis fieles amigas y quítenme este sillón y
devuélvanme la espada. Vamos nuevamente a soñar. Dice el poeta:
“Un
sueño, si sueño solo, no es más que un sueño.
Un
sueño, si sueñan todos llega a ser realidad”.
Todos
vamos a soñar y para soñar hay que luchar en el lugar mismo donde
el enemigo se atrinchera. Primero, casa adentro. Muera la corrupción,
la ociosidad, la ignorancia, la politiquería, la opulencia de unos,
la miseria de otros, la resignación de éstos, la prepotencia de
aquellos. Que no haya un solo niño sin sonrisa y sin escuela. Que
los campesinos madruguen silbando como los gorriones en tiempo de
cosechas. Que los obreros se uniformen de optimismo. Que los
intelectuales inclinen su cabeza. Que los soldados se armen de
pañuelos para borrar fronteras. Nada es imposible cuando desde el
balcón de la vida arrojamos unas flores con amor.
Después,
combatiremos al enemigo de afuera. Nuestra táctica guerrera será
crecer desde adentro, desde el alma, desde las raíces que alimentan
nuestra existencia. Nada de complejos inferiores, de proteccionismos,
de providencialismos. Los hijos del sol no podemos menos que mantener
erguidas las cabezas contemplando al astro, bajo cuyo resplandor
somos oro y optimismo.
Solo
cuando Latinoamérica esté unida bajaremos hasta el mar. Nos
extasiaremos con la taciturna tarde, momento en que los pelícanos
salen a recreo y las diminutas jaibas se bañan de color. En el día
azotado de satisfacciones, ustedes amasarán pan de dulce. Yo tengo
otra tarea específica que cumplir: en el lienzo blanco sujeto al
telar, he de bordar, puntada a puntada, la figura de un apasionado
soñador arando en el mar, metiendo la reja en la espuma de las
ilusiones y sembrando en las fértiles olas la semilla de la
libertad. Entonces, también yo podré bajar tranquila al sepulcro.
Quito,
2004.
Fuente:
https://academiafrancmasonicaecuatoriana.wordpress.com/2011/11/24/monologo-de-manuelita-saenz-en-paita/