Vargas
TorresReseña: Luis Vargas Torres, cuando los liberales florecían,
desde su primera lectura fue un trabajo impactante, y ahora, con el
curso de los años, se ha convertido en una pieza indispensable para
conocer y comprender al patriota esmeraldeño en su faceta más
humana, más íntima, más comprometida, pero también en aquellos
aspectos desconocidos, los de francmasón, buscador y luchador por un
ideal. Ese ideal, por el que vivió y murió Luis Vargas Torres, no
fue otro que el de la libertad frente a todo tipo de esclavitudes,
especialmente mentales, porque él era indudablemente un hombre
libre, libérrimo, imbatible, pese a que los tiranos lo redujesen a
prisión, lo cargasen de grillos y cadenas, y por último lo
sacrificasen. Vargas Torres supo morir porque supo vivir. Son pocos
los personajes que han vivido tan intensamente, cuyo ejemplo haya
sido tan fructífero y cuya muerte fuese tan digna y tan valiente.
Preámbulo
a la Primera Edición
Glosando
el título de una gran novela ecuatoriana de Nelson Estupiñán Bass
“Cuando los guayacanes florecían” podríamos decir “Cuando los
liberales florecían”, contando una realidad insoslayable: que
ahora no existen liberales verdaderos, que su tiempo ya pasó.
En
efecto, los líderes liberales del siglo pasado en nuestro país,
comparados con los actuales, se parecen al sol y a la luna en su
brillo. Mientras el astro rey tiene brillo propio, la luna despide su
pálida iluminación que no alumbra certeramente los caminos.
Alfaro,
Luis Vargas Torres, José Peralta, son soles ardientes que iluminaron
la Historia de este país y cuyo brillo no se perderá nunca. Los
lidercillos actuales de las filas liberales no alumbran más que un
candil viejo y gastado, ensombreciendo el camino del pueblo y
desorientando como una brújula dañada. Vale por eso recordar a los
liberales auténticos, aquellos que palpitaron en su tiempo
haciéndole suyo y no dejándole para un “mañana” impreciso,
relegado, traidor.
La
vida, lucha y sacrificio de Luis Vargas Torres, capitán de Eloy
Alfaro, han sido recogidos por algunos historiadores pero son
desconocidos por casi todos los ecuatorianos. Vargas Torres
perteneció a una logia masónica, al igual que Alfaro y Peralta, ya
que en el siglo XIX esas organizaciones esotéricas eran un campo de
libertad necesario para desarrollar ideas e ideales, para luego
plasmarlos en el campo social. El trabajo que se presenta a
continuación descubre esta faceta poco conocida de los liberales y
describe la iniciación de Luis Vargas Torres, esmeraldeño, en una
logia masónica. Su sola lectura nos pone en evidencia de que los
tiempos del verdadero liberalismo han pasado y que ahora no queda
sino una alianza traidora con quienes antes fueron sus enemigos, los
conservadores, con los cuales “no hallan diferencias y en lo que
respecta al orden religioso eso ya fue superado”, al decir de un
dirigente liberal de estos días.
A
continuación, el trabajo de investigación de Alejandro Sigüenza,
sobre el héroe y mártir de la causa liberal, Luis Vargas Torres.
Quito,
abril de 1995.
Raúl
Arias.
Luis
Vargas Torres
Cuando
los liberales florecían
“Indudablemente
la Historia se hace con documentos escritos. Pero también puede
hacerse, debe hacerse, sin documentos escritos si éstos no existen.
Con todo lo que el ingenio del historiador puede permitirle utilizar
para fabricar su miel, a falta de flores usuales. Por tanto, con
palabras, con signos, con paisajes y con tejas. Con formas de campo y
malas hierbas. Con eclipses de luna y cabestros. Con exámenes
parciales de piedras realizados por los geólogos y análisis de
espadas de metal realizados por químicos. En una palabra: con todo
lo que, siendo del hombre, expresa al hombre, significa la presencia,
la actividad, los gustos y las formas de ser del hombre. ¿No
contiene la Historia toda una parte, y sin duda la más importante de
nuestro trabajo, la más apasionante como historiadores en un
constante esfuerzo para hacer hablar a las cosas mudas, para hacerlas
decir lo que no dicen por sí mismas sobre los hombres, sobre las
sociedades que las han producido y en constituir finalmente entre
ellas esa amplia red de solidaridades y mutuos apoyos que suple la
ausencia de documentos escritos?”
Lucien
Febre
La
iniciación
La
Logia estaba engalanada. Los aprendices se habían esmerado, como
fuera costumbre en esos casos, de vestirla con la toga de fiesta. Se
trataba de una Ceremonia de Iniciación. Todos, vestidos a la usanza,
guardaban la debida compostura esperando que el mallete del Maestro
abriese los trabajos.
Luego
de las pruebas físicas extra-templo, el candidato permanecía ya en
la Cámara de Reflexiones conversando consigo mismo y dándose una
serie de respuestas a las preguntas que le sugerían la presencia del
féretro, del reloj de arena, del pedazo de pan y el vaso de agua, de
las sugestivas inscripciones insertadas en las paredes, del delta
luminoso.
De
súbito se abrió la puerta de la Cámara; entró por ella un hermano
que, con voz enérgica pero cargada de una bondad extraña, le dijo:
—
Piensa, medita y, cuando lo hayas hecho, escribe en estas hojas tu
testamento moral y filosófico. Puedes hacerlo con la mayor libertad,
con la mayor franqueza y tómate el tiempo que necesites.
Luego,
en la Logia:
—
Hermanos, voy a daros lectura a las contestaciones de la hoja de
prueba y del testamento moral y filosófico del profano que vamos a
iniciar:
—
¿Cuáles son sus deberes para con Dios?
—
No tengo claro el concepto de Dios, soy un hombre agónico en el
sentido filosófico, pero pienso que el mejor deber para con él es
combatir el fanatismo religioso que lo ha mancillado y desvirtuado,
combatir el clericalismo que se ha aprovechado de la ignorancia de
nuestro pueblo para, en nombre suyo, someterlo y sojuzgarlo. El mayor
bien que se puede hacer a Dios, es permitir que se le adore en todos
los ritos y concepciones. Dios es un ente espiritual abstracto y
multifacético como es la conciencia de los hombres.
—
¿Sus deberes para con el prójimo?
—
No entregarle dádivas materiales mentirosas, sino derramar hasta la
última gota de mi sangre para que, al contacto con el calor del
astro rey, ilumine de libertad todas las regiones de mi patria.
—
¿Sus deberes para con los suyos?
—
Soy soltero y poseedor de muchos bienes de fortuna, amasados con mi
sacrificado esfuerzo. A mi madre y hermanos, por cuyas venas recorre
sangre de héroes, les entrego todos mis actuales bienes espirituales
y los que posteriormente adquiera en esta ilustre institución. A
ellos les suplico que tengan la suficiente resignación para cuando,
en aras de una patria libre, haya yo de llegar hasta el holocausto.
Ellos no necesitan mis bienes materiales y por eso, desde hoy,
obsequio mi fortuna a la causa y servicio de la lucha liberal.
A
aquellos hermanos timoratos y conformistas les causó no poco
disgusto la expresión sincera del candidato. Cuando el Maestro
sometió a consideración de la sala, luego de las excelentes
conclusiones del Orador, estuvieron muchos de ellos tentados a poner
reparos. Les parecía que iban a iniciar a un hombre peligroso. Mas,
como estuviesen presentes en el templo hermanos que compartían los
principios expuestos por el candidato, a fin de evitar polemizar en
aras de la mal comprendida tolerancia masónica, reinó el silencio.
El Maestro ordenó la secuencia de la ceremonia.
A
poco rato, entonces, se presentó en las puertas del taller, ayudado
por los Expertos, un hombre de mediana estatura, con los ojos
vendados sí, pero con la frente altiva, que contestaba las preguntas
con voz cascada y serena:
—
Mi nombre es Luis Vargas Torres.
—
Nacido en Esmeraldas en el año 1856.
—
No tengo padre, lo perdí cuando era muy pequeño.
—
Mi madre es la señora Delfina Torres viuda de Vargas, casada en
segundas nupcias con don Wladislao Concha Piedrahita, de nacionalidad
colombiana.
—
Tengo cinco hermanos y cuatro hermanas, todos de madre.
—
22 años de edad.
—
No tengo religión. Soy libre pensador.
—
Soltero.
—
Trabajo en la firma Avellaneda y Vargas de la cual soy su
gerente-socio.
—
La instrucción primaria y secundaria las realicé en Quito. La
historia cívica y moral las aprendí directamente de mis
antepasados. La literatura, gramática y retórica, leyendo,
escribiendo y hablando. En cuanto a la geografía, la aprendí
caminando y navegando. (Raúl Andrade: Perfil de la Quimera).
El
resto de la ceremonia escuchó el candidato con toda la atención,
como era su costumbre en los asuntos de interés profano. Las
contestaciones a los requerimientos del Maestro las dio demostrando
una envidiable preparación, una inteligencia superior y una
desinhibición digna realmente de un genio.
Estas
son, entre otras, las preguntas y las contestaciones que a ellas
diera:
—
Profano: la corrupción y el fanatismo, origen de los males que
afligen a la humanidad, deben combatirse enseñando la moral, la
virtud y el deber, para conseguir la libertad, la fraternidad y el
bienestar universal. ¿Lo creéis vos así, profano?
—
Así lo creo, señor. Mas, para poder enseñar moral, virtud y el
sentido del deber a nuestro pueblo, hay que conseguir primero
libertad de enseñanza, y esta libertad la garantizará únicamente
un gobierno liberal que, a mi modo de ver y con la experiencia de la
Historia, habrá de implantarse por el triunfo en el campo de
batalla. Los enemigos del pueblo impiden el ingreso de él a las
escuelas porque es más fácil explotar a la masa analfabeta.
—
¿Prometéis darle el abrazo de hermano si, una vez iniciado,
encontraras entre nosotros algún enemigo? ¿Lo prometéis?
—
Mis pasiones, señor, no son desordenadas. Aborrezco a quienes,
teniendo el poder en sus manos, lo usan no para liberar de la
ignorancia y la miseria al pueblo, sino exclusivamente para su
beneficio personal y de la casta esbirra que les rodea. Pienso que
entre ustedes no existirá un conservador ultramontano porque conozco
bien vuestras reglas. Pero, en caso de que se haya infiltrado alguno,
prometo entregarle mi abrazo de hermano, con la esperanza de que al
calor de la plática diaria logre enrolarle en las filas de los que
luchamos por implantar la justicia. Enemigos personales no los tengo,
únicamente rivales en la competencia mercantil.
—
Decidme profano: ¿Qué entendéis por despotismo?
—
Es una forma especial de absolutismo. Son los actos de un soberano
tiránico que abusa de su autoridad. En España empezó con Felipe V,
resplandeció con Carlos III y derivó en tiranía bajo Fernando VII.
Aquí, en Ecuador, conocéis de sobra muchos gobiernos despóticos,
el más reciente: el clerical garciano.
—
¿Qué es, profano, la moral?
—
La ciencia que trata de los actos humanos y juzga de su bondad o
malicia. La moral natural es el objeto de la Filosofía Moral y parte
de los principios generales de la conducta del hombre respecto de sí
mismo y de los demás. Se funda en el conocimiento natural y
presupone el libre albedrío. Permitidme que os agregue algo más: la
moral del futuro estará basada en los conceptos de lo bello y de lo
feo; es decir, la moral será el termómetro para distinguir lo
estético de lo antiestético.
—
¿Qué es para vos la virtud?
—
Soportar humillaciones sin devolverlas con odio es la mayor virtud,
porque es fortaleza espiritual. Esa es la virtud en el sentido
etimológico.
—
Dadme, profano, el concepto de vicio.
—
El vicio, las más de las veces, señor, solo es la moda de los
idiotas que creen que no es elegante ser bueno.
Sorprendieron
profundamente a todos los presentes las contestaciones del neófito.
Sorprendió igual su fortaleza física en el resto de pruebas, su voz
firme y valiente cuando realizó el juramento masónico, su rostro
bien cuidado cuando, cayéndole las vendas, percibió la luz, su
destreza en manejar las herramientas del grado, su marcha perfecta
hacia la luz que nos ilumina.
Después
de conocer cuanto le enseñaran el Primero y Segundo Vigilantes, el
Maestro y el Orador, y luciendo ya en el Oriente su hermoso mandil
blanco, que le fuera enviado por el hermano Eloy Alfaro desde Panamá,
se le concedió el uso de la palabra para que leyera en logia su
primer trabajo de orden profano, que se estilaba en ese entonces de
una manera similar a lo que hoy sucede en las Academias de la Lengua
y de la Historia cuando admiten a un nuevo miembro numerario.
El
texto de este trabajo tuve la oportunidad de leerlo durante mi
permanente búsqueda de datos para el presente trazado. Se encuentra
en poder de un intelectual esmeraldeño, a quien se lo entregara un
viejo amigo masón ya fallecido. Por tratarse de un documento
inédito, el vate esmeraldeño lo cuida más que a una piedra
preciosa y, por lo mismo, pese a su gran afecto a mi persona, no me
permitió copiarlo. Se trata de un estudio socio-económico-político
del Ecuador de 1830 hasta el gobierno de Veintemilla, a quien combate
ya Luis Vargas Torres. En ese trabajo se explica por qué nuestro
hermano insurge en la lucha armada, junto al Viejo Luchador.
La
tradición masónica ecuatoriana, y más precisamente guayaquileña,
cuenta que Vargas Torres fue un masón ejemplar. No faltaba por
ningún motivo a las cámaras de instrucción y a las tenidas.
Participaba activamente en los trabajos y en las discusiones de
cámara, presentando ponencias que causaban admiración en el resto
de hermanos. En razón de su excelente situación económica, la que
crecía día a día, poseía una excelente biblioteca masónica,
cuyos libros los hacía traer del Perú, de Centro América, Panamá
especialmente, y de España.
Pronto,
por lo mismo, recibió adelanto de salario, y después de meses de
asiduo estudio, fuera y dentro del templo, al que él llamaba la
Universidad de los Libres y Aceptados Masones, fue exaltado al grado
de Maestro.
Por
decisión del Gran Maestro accedió a los grados capitulares con gran
acierto, llegando a ser en el Perú, a donde fuera exiliado, Soberano
Gran Inspector General del Grado 33 en aquel Oriente.
Allí
también publica su opúsculo “La Revolución de 1884” en el que,
después de reseñar las acciones militares y la traición
conservadora, explica los principios que orientan su combatividad.
Acción
guerrera y política
Poco
tiempo después de que el general Ignacio de Veintemilla se
proclamara dictador, Luis Vargas Torres liquidó sus prósperos
negocios y viajó a Panamá en 1882, país en el que se encontraba
Eloy Alfaro. Le entregó todo su dinero para destinarlo a la compra
de armas, e iniciar el derrocamiento del tirano militar. Partió
entonces Vargas Torres con abundante material bélico a la ciudad de
Esmeraldas y, el 6 de Enero de 1883, luego de un duro combate, se
apoderó de la ciudad. Informado Alfaro de este triunfo, salió de
Panamá y, el 9 de Julio de 1883, sus huestes, conjuntamente con las
de Sarasti, representante éste del Pentavirato que gobernaba la
Sierra, destrozaron el reducto que la tiranía de Veintemilla había
establecido en Guayaquil.
Ese
año se llamó a una Convención y Vargas Torres fue electo diputado.
Presidente de esta Convención se eligió al general Francisco J.
Salazar, acérrimo enemigo del liberalismo. Esta Convención,
traicionando los acuerdos que hicieron Alfaro y Sarasti antes de la
toma de Guayaquil, eligió Presidente Interino primero y luego
Constitucional, a José María Plácido Caamaño.
Desencantado
por la traición y maniobra conservadora, Luis Vargas Torres se
exilió en Panamá, conjuntamente con el general Alfaro. Le entregó
nuevamente los fondos que le restituyó la Convención por su aporte
anterior destinado al derrocamiento de Veintemilla, organizó un
nuevo ejército con soldados nacionales y extranjeros y partió en el
buque Pichincha, ex-Alhajuela, el 15 de noviembre de 1884, para
escribir en el Pacífico una de las más hermosas epopeyas del
liberalismo ecuatoriano. Vargas Torres entró, el 23, a la ciudad de
Esmeraldas, la tomó y se quedó allí de Jefe Civil y Militar, en
tanto que Alfaro prosiguió en el Pichincha hacia el Sur, saliendo
del fondeadero de Bahía de Caráquez a enfrentarse con los buques
gobiernistas que le acechaban. Fueron superiores las fuerzas
caamañistas, pero los soldados del Pichincha abordaron al vapor
Huacho y lo dominaron blandiendo arma blanca. Enfrentó luego al
Santa Lucía, el cual, superior en armas, terminó venciéndole.
Alfaro ordenó poner fuego al Alhajuela con rumbo a Jaramijó para
salvar los sobrevivientes. Vargas Torres cubrió la retirada del Jefe
Máximo, quien atravesando selvas hacia el Norte, se refugió durante
algún tiempo en chozas miserables de los indios Cayapas. Después de
mucho tiempo de haber sido arrastrado Alfaro por el contubernio
placista-clerical, llegaron estos indios a Quito en busca de
“Compadre Alfaro” para exponerle sus sufrimientos y penurias.
En
1885 se exilió en la ciudad de Lima y se dedicó a los trabajos de
logia, y a escribir y organizar una nueva acometida militar con miras
a expulsar del poder a Caamaño. No está por demás consignar en
esta parte, la extraordinaria solidaridad de los masones limeños,
primando siempre la fraternidad y los principios universales, a los
viejos y obscuros problemas de orden territorial.
En
su opúsculo “La Revolución de 1884”, entre otras cosas, dice:
“Es
imposible que una Nación pueda prosperar a la sombra del terror y el
fanatismo católico. La experiencia nos lo enseña y viendo estamos
que en el mundo civilizado las más atrasadas son las naciones donde
imperan esos resortes del retroceso. ¿Cómo desconocer, pues, el
derecho que asiste a los buenos ciudadanos para atacar un régimen
opresor, en todo contrario a las aspiraciones del pueblo? …”
El
Congreso de 1886, no obstante la expresa prohibición de la Carta
Política, aprobó, por moción de un senador, la pena de muerte para
los ciudadanos que fueran sorprendidos en afanes revolucionarios. Un
joven, presente en las barras, protestó airadamente contra tal
resolución: era Julio Andrade, que contaba apenas 20 años, y que
posteriormente habría de ocupar relevante situación política como
general de la República y estadista de procedimientos rectilíneos.
La noticia de tan malhadado decreto decidió al general Alfaro a
actuar enseguida. Instruyó a sus amigos de cómo proceder en la
nueva arremetida. Al coronel Vargas Torres le asignó la provincia de
Loja para el despliegue de su acción. Las montoneras en el Litoral
habían recrudecido. Celica rompió los fuegos en el sector Sur. Las
montoneras se multiplicaban por todas partes al grito de ¡Viva
Alfaro! La República estaba convulsionada. El coronel Vargas Torres
había invadido Catacocha y luego atacó a las tropas gobiernistas
acantonadas en Celica. Loja cayó en manos de los revolucionarios,
que sumaban 300 hombres. El gobierno envió tropas veteranas desde
Cuenca al mando del coronel Antonio Vega Muñoz, avanzaron sobre la
ciudad y la tomaron en dura lucha el 7 de diciembre de 1886. Luis
Vargas Torres quemó el último cartucho y, luego de 5 horas de fiero
combate, cayó prisionero juntamente con 27 oficiales y 42 soldados
de tropa. Fue trasladado entonces a Cuenca, con grillos, y encerrado
en calabozos preparados de antemano. El 4 de enero de 1887 se instaló
el Consejo de Guerra. El coronel Vargas Torres asumió personalmente
su defensa. Con voz de hombre que no le teme a la muerte y con el
corazón firme, se dirigió al tribunal en estos términos: “El
Decreto de la Legislatura convierte al Gobierno en victimario de los
ecuatorianos. No trato de defender los cargos que tuvieran contra mí
cobardes y ruines enemigos; sólo levanto mi voz para protestar
contra las leyes que, por desgracia, rigen hoy al pueblo ecuatoriano
y contra ciertos actos del gobierno, que la humanidad y la
civilización condenan. Os repito, señores jueces, que no trato de
defenderme; estoy bajo la sanción de vuestras leyes; juzgad, fallad,
que yo he cumplido con mi deber”.
Por
un voto, el Consejo de Guerra integrado por siete miembros condenó a
la pena capital a Luis Vargas Torres, a José Cavero, Jacinto
Nevárez, Filomeno Pesántez y a uno más, “escogido al azar”:
Manuel Piñárez.
Los
sentenciados pidieron gracia. Invocaron la “magnanimidad” del
Presidente de la República para que les perdonase de sus extravíos.
El coronel Vargas Torres se puso furioso con esta solicitud. Horas
después escribió a su madre diciéndole que él no había
solicitado la gracia del perdón ni la conmutación de la pena,
porque siempre creía indigno de un hombre implorar el perdón del
enemigo.
Su
madre estaba aún sumida en el dolor que le causara la muerte de su
hijo Clemente en la campaña de Esmeraldas y ya la vida, con cruel
rigor, le enviaba otra prueba: el fusilamiento de su hijo predilecto,
Luis.
Parecía
que ya nada se podía hacer. Más una luz de esperanza se prendió
entre los muchos amigos y admiradores que tenía en la ciudad de
Cuenca, entre ellos el coronel Enrique Ezequiel Sigüenza. En casa de
doña Carolina Zambrano de Cevallos, matrona manabita residente en
Cuenca, planificaron hasta el último detalle la fuga del héroe. La
noche del 15 de enero salió de la prisión con miras a emprender un
largo viaje hacia el Oriente, por los caminos de Paute y Gualaceo, a
ganar el Amazonas y continuar al Brasil. Más, al atravesar la calle,
de súbito se detuvo. ¡No sin ellos, mis amigos, generoso y valiente
coronel; libértelos a ellos y huya usted también con nosotros! No
accedió el coronel Sigüenza a esta petición y Vargas Torres
regresó a prisión a pedir que le coloquen sus fatídicos grillos.
El
18 de marzo entraron en su celda un militar, un religioso y dos
civiles. En ese instante se encontraba de visita el niño Carlos
Zambrano, hijo de doña Carolina, a quien por su corta edad le
permitían visitar al prisionero, con el cual había hecho muy buenas
migas. Le pidió al niño que no se retire para que escuche la
sentencia. El niño le obedeció y el militar, efectivamente, leyó
la sentencia. El cura le ofreció sus servicios religiosos y fue
rechazado con enérgica cortesía. La noche del 19 escribió la carta
de despedida a su madre y su opúsculo titulado “Al borde de mi
tumba”. Ese día no se ejecutó el fusilamiento por celebrarse el
“santo” de su excelencia y el sayón de la plaza de Cuenca no
quiso teñir con sangre los festejos del señor Presidente.
“Madre,
–le dijo en su carta– comprendo que éste mi último adiós te
hará sufrir mucho, muchísimo. Pero ¿cómo irme a la eternidad sin
despedirme de los seres más queridos que tengo en este mundo: de ti,
Madre querida, de María, de Esther, de Teresa y de Delfinita? ¡Ah!
mucho sufrirás con mi partida. Yo también sufro mucho con dejarte.
Pero allá, libre de la ferocidad de los hombres, y en unión de
nuestro querido Clemente, te esperaré para darte el abrazo que me
privan aquí, en la Tierra, los hombres inhumanos, separándome de
ti. Después de pocas horas dejaré de existir, derramando mi sangre
en el patíbulo. Muy bien sabes que ningún crimen he cometido y que
sólo por ser un honrado ciudadano, amante del progreso de la Patria,
voy a recibir esa muerte. Pero ¡Ah, sí soy un criminal…! mucho
has llorado, mucho has sufrido…”
“Aquellos
insensatos que me matan por satisfacer una ruin venganza, creen
contener el vuelo de la revolución con este crimen, y no saben esos
infelices que lo que hacen es darle más aire y más espacio. ¡Quiera
Dios, Madre mía, que sea yo la última víctima que presencien los
pueblos! … Algunos días ha que no veo a Jorge, pero creo que está
en esta ciudad. No puedo verlo, pues estoy absolutamente
incomunicado, y ojalá que no le vea para que mi corazón no flaquee
y no asomen lágrimas a mis ojos, pues si asomasen, creerían mis
enemigos que la cobardía dominaba mi corazón. Con él les dejo
algunos recuerdos… No puedo más… Las lágrimas acuden a mis ojos
sin cesar y mi corazón desfallece. Adiós Madre querida. Adiós. No
desesperes. Tus hijos necesitan de tu apoyo y tus sufrimientos te
abren el camino de la felicidad. Adiós. Adiós… Cuenca, en mi
prisión, 19 de Marzo de 1887.”
Otra
carta está dirigida a los amigos y coidearios políticos: consejos
patrióticos, consejos de firmeza ideológica. Y termina: “Que no
desmayen en el sagrado propósito de salvar la patria y en la
eternidad los recordaré con gusto. Quiera Dios que al calor de mi
sangre, que se derramará en el patíbulo, se enderezca el corazón
de los buenos ciudadanos y salven nuestro pueblo.”
Fusilamiento
Dejemos
que la pluma de Alejandro Carrión, escritor fecundo y exitoso en el
campo de la novela y poesía, nos narre el sacrificio de Luis Vargas
Torres. Todo cuanto se transcribe a continuación consta en su libro
“La otra Historia”, bajo el título de “Así mataron a Vargas
Torres”.
“En
la celda, el joven coronel, alto y cenceño, enjuto, apenas de veinte
y siete años, estuvo durante la noche paseándose, sin poder dormir.
El centinela lo vigilaba por la mirilla de la angosta portezuela, y
es posible que ese ir y venir incesante, que ocupaba la noche entera,
lo hubiese empujado al sueño si no fuese porque bien sabía que el
joven coronel estaba condenado a muerte y que iban a fusilarlo a la
precisa hora de alzar la hostia en la misa de ocho, frente a la
puerta mayor de la catedral, a la vuelta misma del alba próxima.
Cuando se ve ir y venir a lo largo de la noche larga, en su celda
última a un condenado a muerte, no se puede dormir… Después del
segundo canto del gallo, el joven coronel dejó de pasearse y se puso
a escribir. En la tosca mesa había abundante papel sin raya, un
tintero y una gruesa bujía, cuya llama se inclinaba empujada por el
airecillo colado por la portezuela, por donde se colaban también los
ojos del centinela… Escribió primero una carta a su madre. Luego,
solamente tres líneas sobre una tarjeta, despidiéndose de su
hermana Teresita. Y después un largo manifiesto, dirigido a sus
conciudadanos. Lo tituló “Al borde de mi tumba”. Quería que
todos supiesen por qué lo fusilaban. Había aceptado voluntariamente
la muerte, negándose a fugar, negándose a firmar un memorial
pidiendo el perdón. Quería que todos supiesen por qué aceptaba la
muerte, apenas a los veinte y siete años.
“El
alba llegó cuando comenzaba la última hoja de su manifiesto. Los
carceleros estuvieron gentiles. Le quitaron los grillos la última
noche, para que diese rienda suelta a sus nervios yendo y viniendo.
Le permitieron escribir cuanto quisiera. Le ofrecieron entregar sus
cartas… ¡y lo cumplieron! Verdad es que el jefe de los carceleros,
el teniente coronel Jorge Landívar, había sido ayer nomás su
compañero de armas, cuando se alzaron para derrocar la dictadura de
Veintemilla. Cuando terminó de escribir se acercó a la mirilla y le
pidió al carcelero que llamase a Landívar. Y éste, que acudió
presuroso, con las ojeras de la mala noche, recibió conmovido su
abrazo, agradeciéndole sus últimos, inapreciables servicios, y
las cartas y el manifiesto y, además, tomándolos del pié de la
cama, donde estaban ominosamente amontonados, sus grillos. “Ellos
dijo han sido los compañeros de mi prisión… Mi madre está de
viaje para acá: entrégaselos… dile que son mis últimos
recuerdos.”.
“Con
esto, sus preparativos estaban terminados. Podía ya morir. Pero
quienes lo mataban no lo creían así. Y como lo creían, se abrió
la puerta y entraron a la celda dos sacerdotes, uno, clérigo
secular, otro, padre dominicano. Las últimas horas, las más
preciosas, iban a dilapidarse, pues, en un inútil forcejeo: los
sacerdotes presionándolo a reintegrarse a una religión que ya nada
decía a su alma, y él rogándoles que lo dejaran tranquilo, que no
le robaren esos últimos minutos, que son sagrados y deben dejarse al
moribundo para que los agonice a solas consigo mismo.
“Fuera,
en la plaza mayor, caía del nublado cielo una sutil llovizna
compuesta de crueles e impalpables agujillas de hielo… Grupos de
curiosos adormilados aún con el sueño pesado sobre las pesadas
pestañas, iban apiñándose, tímidos, con el alma oprimida,
obsesionados por aquello tan terrible y tan irremediable que iba a
ocurrir.
“La
plaza estaba cercada por una honda zanja, recién abierta para fundar
los cimientos de la nueva catedral. Sobre los montones de tierra a su
vera se subían los curiosos… La tropa, en silencio, fue saliendo
del cuartel. Era aquel el domingo de pasión, 20 de Marzo de 1887. Si
hubiese sido un domingo cualquiera, los hombres uniformados habrían
oído la misa al mediodía. Pero como se trataba de un domingo sin
igual, debieron madrugar y oír la misa antes del alba a la hora en
que el que iba a morir estaba en su celda, escribiendo aún la última
página del largo manifiesto … Al salir de la misa, los soldados
fueron formando en cuadro, enmarcando la plaza, para estar entre el
pueblo y el condenado a muerte … A poco, llegaron los niños con
sus maestros, tiritando, y se los alineó detrás de los soldados,
inmediatamente detrás de las bayonetas brillantes, sobre la zanja
destinada a los cimientos de la catedral nueva, aprovechando los
altos montones de tierra, en tal forma que los pequeños pudiesen ver
cómodamente lo que iba a pasar. Era necesario que no perdiesen un
detalle, para que desde su tierna edad supieran lo que cuesta atentar
contra el gobierno… y perder.
“De
pronto, un estremecimiento fácilmente perceptible sacudió a todos:
a los niños, a los soldados, a los sacerdotes y a los curiosos, que
estaban apilados sobre la tierra removida: del portón del cuartel,
vestido de negro, con los labios apretados, en medio de dos
sacerdotes había salido el joven coronel…Una escolta numerosa lo
rodeaba. Precedíalo la banda de guerra que marcaba el paso con
trompeta ronca y tambor destemplado: el terrible son que acompaña a
los condenados a la última pena. Iba la escolta con las armas a la
funerala… Eran las siete y veinte minutos de la mañana. Comenzaba
en la catedral la segunda misa. En el instante en que se alzara la
hostia, las balas le darían la muerte al joven coronel… Todos lo
miraban; marchaba con paso firme, sin vacilar, sin apoyarse en los
sacerdotes que le iban hablando, mientras él apretaba cada vez más
los labios. Llamó la atención cuán alta y arrogante llevaba la
frente. Sobre ella, un fino jipijapa, su característico “manabita”
el que solía llevar en los combates.
“La
escolta era del Batallón Azuay y la mandaba el teniente coronel
Enrique Sigüenza… Habían caminado cincuenta pasos desde el portón
del cuartel cuando dieron el alto. La voz que lo dio sonó extraña,
siniestramente fría, húmeda, como la mañana sin esperanza de sol.
Era la voz del auditor de guerra, Dr. Mariano Vidal, que ordenaba
silencio para que todos lo oyeran leer la sentencia de muerte… Lo
hizo. Era su voz fría y gris, la voz misma de la muerte sin piedad.
No parecía la voz de un hombre, cualquiera diría que no brotaba de
una garganta humana, sino de una máquina terrible. El coronel la
escuchó inmóvil, con la mirada más allá de ese escenario
cuidadosamente preparado… con la mirada puesta más allá de la
vida. Terminada su lectura, el auditor alzó la vista sobre el pueblo
y anunció:
—
“Va a procederse a dar cumplimiento a la sentencia de pena capital
en la persona de Luis Vargas Torres. Se hace presente que quien
protestare correrá igual suerte.
“Hubo
entonces un silencio más grande que la plaza. Nadie respiraba. Los
niños parecían haberse esfumado. El coronel estaba abstraído, y el
blanco jipijapa brillaba sobre su cabeza, alta y orgullosa. De
pronto, subió al cielo nublado un sollozo que brotaba de todas las
gargantas, de todos esos hombres, de todos esos niños. El joven
coronel movió vivamente la cabeza. Alzó los ojos y vio en el balcón
del cuartel a sus compañeros de prisión, los que pidieron el
perdón, que habían sido llevados a que lo viesen morir. Su rostro
se animó: algo que podía ser, acaso, el comienzo de una sonrisa
distendió sus labios apretados. Se sacó el jipijapa, lo sacudió en
un saludo de suprema elegancia y dijo, con una voz que penetró hasta
las almas como un puñal agudo:
—
“Compañeros: ¡hasta la eternidad!
“Y
volviéndose al teniente coronel Sigüenza:
—
“¿Dónde debo colocarme?
“El
oficial no encontró dentro de su garganta voz alguna. Con la espada,
ya fuera de su vaina para mandar la descarga mortal, señaló el
cuarto arco de la casa municipal, exactamente al frente de la puerta
mayor de la catedral, donde se acercaba el terrible y sacrosanto
momento de alzar la hostia: el momento en que se fundirían, en la
gris mañana, la eucaristía y la muerte.
“Entonces
se le acercaron los sacerdotes, primero el dominicano, luego el
secular.
—
“Es tarde para discutir, reverendos, les dijo con una voz
ligeramente cansada. Y volviéndose al oficial:
—
“Terminemos de una vez.
“Se
podía oír a sus compañeros, allá arriba, en el balcón, gimiendo
sordamente. Emitían un gemido ronco que descendía a la plaza y se
arrastraba a través de ella, prendiéndose como uñas directamente
sobre los corazones.
—
“Retírense, padres —dijo el teniente coronel—: era la primera
vez que se le oía… Los sacerdotes se retiraron, con las cabezas
derrumbadas sobre el pecho, arrastrando trabajosamente su derrota…
El oficial tuvo entonces su trago amargo. La orden que debía cumplir
incluía el horrendo trance de degradar al coronel. Se suponía que,
al rebelarse, había traicionado. Debía, en consecuencia, ser
fusilado de rodillas, y las balas debían penetrarle por la espalda…
Sírvase arrodillarse dando la espalda al pelotón dijo el oficial, y
las palabras se le negaban a salir de la boca. Se sentía el
sufrimiento de ese hombre… El coronel respondió, con una voz
clarísima que atravesó el aire como una flecha pura:
—
“¿Yo, arrodillarme? ¿De espaldas? … Y se le encendió el
rostro… Luego, con una nueva voz, que atronaba el espacio,
sobrecogiendo a todos:
—
“¡No! ¡No! ¡EI fuego se recibe de frente!
“El
oficial comprendió que era imposible cumplir aquella orden cruel. Y
volviéndose bruscamente tierno, casi implorante, con la voz quebrada
de los hombres que no saben llorar: — Por lo menos permítame
vendarlo… El coronel respondió con una voz tajante como el disparo
de una pistola: ¡No! … Y se preparó para morir: cuadró los pies
en posición de firmes, cruzó sobre el pecho los brazos, miró al
frente y esperó… Faltaban veinte minutos para las nueve. Se oyó
claramente, como si fuese la misma muerte que llegara, la campanilla
que dentro de la catedral anunciaba que la hostia se alzaba por
primera vez. El oficial, con los ojos cerrados, bajó la espada. Se
oyó una descarga. En el silencio absoluto se esparció un alarido
que partía de un centenar de bocas. Era el pueblo que comenzaba su
duelo.
“Quienes
tuvieron fuerzas suficientes para mantener abiertos los ojos pudieron
ver cómo, al recibir la descarga, el joven coronel saltó
ligeramente y luego se inclinó hacia adelante, cayendo sobre el
costado izquierdo en el duro empedrado de la plaza. El oficial se le
acercó, le hurgó el cuerpo con la espada y llamó al sargento para
que le diera el tiro de gracia … Este último disparo ya no lo oyó
nadie … Para que no le oyesen, y para que no se oyera sollozar al
pueblo, se había ordenado a las bandas militares tocar aires
marciales.
“Su
cadáver fue colocado entre dos maderos entrecruzados y arrastrado al
cementerio, ensangrentando algunas calles de Cuenca. Personas
caritativas, al paso del fúnebre cortejo, ofrecieron un ataúd; pero
el comisario Abad Estrella, digno hijo de su tiempo y de la
podredumbre moral del caamañismo, no permitió que se colocaran allí
los restos mortales, pues, por hereje y masón, debía ser expuesto
en esa forma a la condenación pública. Sus despojos fueron
enterrados en una quebrada tras el cementerio. Allí habrá de
permanecer durante 10 años, es decir hasta el triunfo del
liberalismo en 1895. El general Eloy Alfaro ordena trasladarlo a un
mausoleo levantado en el Cementerio General de Guayaquil, mientras
que en el Congreso se le rinden honores de héroe nacional.”
Homenajes
después de su muerte
En
el año 1950, por iniciativa del Alcalde de Esmeraldas, Simón Plata
Torres, se formó una junta constituida por las personas
representativas de la provincia, tendiente a construir un mausoleo
que guardara para siempre los restos mortales del mártir
esmeraldeño. Se comenzó la recolección de fondos y prácticamente
faltaron manos para recibir las contribuciones del generoso pueblo
esmeraldeño. Tres años duraron los trámites para conseguir la
exhumación de los restos. Se cruzaron oficios entre los alcaldes de
Esmeraldas y Guayaquil, entre los miembros de los cabildos, entre el
Gobernador y el Ministro de Gobierno del Presidente Velasco Ibarra.
Por fin se expidió el decreto correspondiente en enero de 1953.
Revisemos los titulares de la prensa, de ese entonces:
LA
NACIÓN
“En
Esmeraldas se rendirá homenaje al Coronel Luis Vargas Torres del 15
al 20 de Marzo de 1953.”
EL
UNIVERSO
“Programa
que se desarrollará con motivo de la llegada de los restos mortales
del Coronel Don Luis Vargas Torres, bajo los auspicios del Muy
Ilustre Concejo Cantonal de Esmeraldas, del Comité Pro-monumento a
Vargas Torres y del Comité 20 de Marzo…
“INVITACIÓN
A LA CIUDADANÍA
“Del
Concejo Cantonal de Esmeraldas, de los Familiares de Luis Vargas
Torres, del Alcalde y Concejo de Guayaquil, de la Junta Provincial
Liberal Radical del Guayas, Del Supremo Consejo Confederado de
Soberanos Grandes Inspectores Generales del Grado XXXIII para la
República del Ecuador, de la Gran Logia de los AA. LL. y AA. MM. del
Ecuador.”
LA
NACIÓN
“Restos
del Patriota Esmeraldeño Coronel Luis Vargas Torres serán exhumados
hoy. Luego en la Logia se le rendirán honores al igual que en el
Concejo Cantonal. Mañana será conducido a Esmeraldas para ser
sepultado.”
EL
UNIVERSO
“HOMENAJE
DE LA GRAN LOGIA DEL ECUADOR
“En
la tarde de ayer, a partir de las cuatro y media, se efectuó la
solemne Tenida Fúnebre organizada por la Gran Logia Masónica del
Ecuador, en homenaje a la memoria del Ilustre y Poderoso Hermano
Coronel Luis Vargas Torres, en ocasión del traslado de sus restos
mortales desde nuestro cementerio nacional, hasta la ciudad de
Esmeraldas, su ciudad natal. Caracteres de grandes relieves de
solemnidad adquirió el acto, para lo cual la Gran Logia elaboró un
selecto programa, cumplido dentro de un suntuoso ceremonial. En
primer término, luego de la apertura conforme el ritual y ceremonial
acostumbrado, hizo uso de la palabra el Lic. Víctor H. Rodríguez
Roditi en nombre y representación de las Logias Simbólicas quién,
en brillante improvisación, destacó los caracteres relevantes del
héroe homenajeado. El Ilustre Hermano Guillermo Gallardo Córdova,
en nombre y representación del Soberano Consejo de Cab:. Kadosh Gr:.
30 Luis Vargas Torres No. 1, leyó un discurso en el que destacó el
hecho histórico del rechazo a la evasión propuesta por sus amigos,
por la sola razón de que sus compañeros de prisión, seguirían
sufriendo. El Respetado Hermano Miguel Garcés y Garcés, Gran
Orador, habló en representación de la Gran Logia del Ecuador. Habló
también el Respetado Hermano José Luis Tamayo y leyó la carta que,
horas antes de su sacrificio, escribiera a su Madre. Se permitió el
libre uso de la palabra. Antes de ser clausurado este importante
acto, se efectuó entre los numerosos asistentes, una colecta de
beneficio de los damnificados de Manabí. Es de hacer notar que el
Ejército y Marina Nacional montaron Guardia y le rindieron homenaje
frente al Edificio de la Logia Masónica. Sería largo transcribir
los textos de los numerosos discursos que fueron publicados por la
prensa del País, el más destacado de los cuales es, sin lugar a
dudas, el que diera el Presidente Velasco Ibarra.”
Palabras
finales
Este
breve trazado, dedicado a la memoria de uno de nuestros más ilustres
mártires de la libertad, Luis Vargas Torres, no pretende otra cosa
que rescatar su memoria, especialmente entre los jóvenes, sobre
quienes recae la responsabilidad de construir una patria
verdaderamente libre y soberana.
Si
algún mérito existe en este trabajo, es haber recopilado en pocas
páginas lo esencial de la vida de nuestro héroe, su pensamiento y
sus luchas en el campo bélico, político e ideológico y su pasión
por convertir a nuestra patria en una nación digna e independiente,
conformada por ciudadanos liberados de la ignorancia y la explotación
de quienes capitalizaron para sí los resultados de las luchas por la
independencia.
Estoy
seguro que lo expuesto tendrá aceptación, especialmente de quienes
consideran que la lucha emprendida por nuestros próceres no ha
terminado. Si así sucede, se habrá cumplido con el objetivo que me
tracé al realizar esta breve recopilación.
Bibliografía
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Vargas
Torres, Luis. La revolución de 1884. Opúsculo.
La
Nación, El Telégrafo y El Universo del 10 al 20 de Marzo de 1953.
Fuente:
https://academiafrancmasonicaecuatoriana.wordpress.com/2008/09/21/luis-vargas-torres-cuando-los-liberales-florecian/#more-309