lunes, 10 de octubre de 2016

El ojo que todo lo vé

Uno de los símbolos comunes al cristianismo y a la masonería es el triángulo en el cual está inscripto el Tetragrama hebreo. En hebreo, a veces el tetragrama se representa también abreviadamente por tres yod, que tienen manifiesta relación con el triángulo mismo. Cuando se los dispone triangularmente, corresponden de modo neto a los tres puntos del Compagnonnage y la Masonería. Pero a veces solamente aparece un yod, primera letra del Tetragrama, que puede considerarse en este caso como una abreviatura de él en virtud de su significación principialdado que el yod es considerado como el elemento primero a partir del cual se forman todas las letras del alfabeto hebreo. Por ello, constituye de por sí un nombre divino, e incluso el primero de todos según ciertas tradiciones. A veces, también el yod mismo está reemplazado por un ojo, generalmente designado como “el Ojo que lo ve todo” (The All-Seeing Eye); la semejanza de forma entre el yod y el ojo puede, en efecto, prestarse a una asimilación, que por otra parte tiene numerosos significados, sobre los cuales, sin pretender desarrollarlos enteramente aquí, puede resultar interesante dar por lo menos algunas indicaciones.

En primer lugar, cabe advertir que el triángulo de que se trata ocupa siempre una posición central y que además, en la masonería, está situado expresamente entre el sol y la luna. Resulta de aquí que el ojo contenido en el triángulo no debería estar representado en forma de un ojo ordinario, derecho o izquierdo, puesto que en realidad el sol y la luna corresponden respectivamente al ojo derecho e izquierdo del “Hombre Universal” en cuanto éste es idéntico al “macrocosmos”. Para que el simbolismo sea enteramente correcto, ese ojo debe ser un ojo “frontal” o “central”, es decir, un “tercer ojo”, cuya semejanza con el yod es más notable todavía; y, en efecto, ese “tercer ojo” es el que “lo ve todo” en la perfecta simultaneidad del eterno presente.

El triángulo recto [o sea, con un vértice superior] se refiere propiamente al Principio; pero, cuando está invertido por reflejo en la manifestación, la mirada del ojo contenido en él aparece en cierto modo como dirigida “hacia abajo”, es decir, del Principio de la manifestación misma, y, además de su sentido general de “omnipresencia”, toma entonces más netamente el significado especial de “Providencia”. Por otra parte, si se considera ese reflejo, más particularmente, en el ser humano, debe notarse que la forma del triángulo invertido no es sino el esquema geométrico del corazón; el ojo que está en su centro es entonces, propiamente, el “ojo del corazón” (‘aynu-l-qa1b en el esoterismo islámico), con todas las significaciones que implica.

Extractado de: René Guenón, publicado en Études Traditionnelles, abril-mayo de 1948 y compilado en Símbolos fundamentales de la Ciencia Sagrada, capítulo LXXII.


FUENTE: http://www.logiahermes.org/el-ojo-que-todo-lo-ve/#more-231

LUIS VARGAS TORRES. CUANDO LOS LIBERALES FLORECÍAN. (Por Alejandro Siguenza Guzmán)

Vargas TorresReseña: Luis Vargas Torres, cuando los liberales florecían, desde su primera lectura fue un trabajo impactante, y ahora, con el curso de los años, se ha convertido en una pieza indispensable para conocer y comprender al patriota esmeraldeño en su faceta más humana, más íntima, más comprometida, pero también en aquellos aspectos desconocidos, los de francmasón, buscador y luchador por un ideal. Ese ideal, por el que vivió y murió Luis Vargas Torres, no fue otro que el de la libertad frente a todo tipo de esclavitudes, especialmente mentales, porque él era indudablemente un hombre libre, libérrimo, imbatible, pese a que los tiranos lo redujesen a prisión, lo cargasen de grillos y cadenas, y por último lo sacrificasen. Vargas Torres supo morir porque supo vivir. Son pocos los personajes que han vivido tan intensamente, cuyo ejemplo haya sido tan fructífero y cuya muerte fuese tan digna y tan valiente.


Preámbulo a la Primera Edición

Glosando el título de una gran novela ecuatoriana de Nelson Estupiñán Bass “Cuando los guayacanes florecían” podríamos decir “Cuando los liberales florecían”, contando una realidad insoslayable: que ahora no existen liberales verdaderos, que su tiempo ya pasó.

En efecto, los líderes liberales del siglo pasado en nuestro país, comparados con los actuales, se parecen al sol y a la luna en su brillo. Mientras el astro rey tiene brillo propio, la luna despide su pálida iluminación que no alumbra certeramente los caminos.

Alfaro, Luis Vargas Torres, José Peralta, son soles ardientes que iluminaron la Historia de este país y cuyo brillo no se perderá nunca. Los lidercillos actuales de las filas liberales no alumbran más que un candil viejo y gastado, ensombreciendo el camino del pueblo y desorientando como una brújula dañada. Vale por eso recordar a los liberales auténticos, aquellos que palpitaron en su tiempo haciéndole suyo y no dejándole para un “mañana” impreciso, relegado, traidor.

La vida, lucha y sacrificio de Luis Vargas Torres, capitán de Eloy Alfaro, han sido recogidos por algunos historiadores pero son desconocidos por casi todos los ecuatorianos. Vargas Torres perteneció a una logia masónica, al igual que Alfaro y Peralta, ya que en el siglo XIX esas organizaciones esotéricas eran un campo de libertad necesario para desarrollar ideas e ideales, para luego plasmarlos en el campo social. El trabajo que se presenta a continuación descubre esta faceta poco conocida de los liberales y describe la iniciación de Luis Vargas Torres, esmeraldeño, en una logia masónica. Su sola lectura nos pone en evidencia de que los tiempos del verdadero liberalismo han pasado y que ahora no queda sino una alianza traidora con quienes antes fueron sus enemigos, los conservadores, con los cuales “no hallan diferencias y en lo que respecta al orden religioso eso ya fue superado”, al decir de un dirigente liberal de estos días.

A continuación, el trabajo de investigación de Alejandro Sigüenza, sobre el héroe y mártir de la causa liberal, Luis Vargas Torres.

Quito, abril de 1995.

Raúl Arias.

Luis Vargas Torres
Cuando los liberales florecían

“Indudablemente la Historia se hace con documentos escritos. Pero también puede hacerse, debe hacerse, sin documentos escritos si éstos no existen. Con todo lo que el ingenio del historiador puede permitirle utilizar para fabricar su miel, a falta de flores usuales. Por tanto, con palabras, con signos, con paisajes y con tejas. Con formas de campo y malas hierbas. Con eclipses de luna y cabestros. Con exámenes parciales de piedras realizados por los geólogos y análisis de espadas de metal realizados por químicos. En una palabra: con todo lo que, siendo del hombre, expresa al hombre, significa la presencia, la actividad, los gustos y las formas de ser del hombre. ¿No contiene la Historia toda una parte, y sin duda la más importante de nuestro trabajo, la más apasionante como historiadores en un constante esfuerzo para hacer hablar a las cosas mudas, para hacerlas decir lo que no dicen por sí mismas sobre los hombres, sobre las sociedades que las han producido y en constituir finalmente entre ellas esa amplia red de solidaridades y mutuos apoyos que suple la ausencia de documentos escritos?”

Lucien Febre

La iniciación

La Logia estaba engalanada. Los aprendices se habían esmerado, como fuera costumbre en esos casos, de vestirla con la toga de fiesta. Se trataba de una Ceremonia de Iniciación. Todos, vestidos a la usanza, guardaban la debida compostura esperando que el mallete del Maestro abriese los trabajos.

Luego de las pruebas físicas extra-templo, el candidato permanecía ya en la Cámara de Reflexiones conversando consigo mismo y dándose una serie de respuestas a las preguntas que le sugerían la presencia del féretro, del reloj de arena, del pedazo de pan y el vaso de agua, de las sugestivas inscripciones insertadas en las paredes, del delta luminoso.

De súbito se abrió la puerta de la Cámara; entró por ella un hermano que, con voz enérgica pero cargada de una bondad extraña, le dijo:

— Piensa, medita y, cuando lo hayas hecho, escribe en estas hojas tu testamento moral y filosófico. Puedes hacerlo con la mayor libertad, con la mayor franqueza y tómate el tiempo que necesites.

Luego, en la Logia:

— Hermanos, voy a daros lectura a las contestaciones de la hoja de prueba y del testamento moral y filosófico del profano que vamos a iniciar:

— ¿Cuáles son sus deberes para con Dios?

— No tengo claro el concepto de Dios, soy un hombre agónico en el sentido filosófico, pero pienso que el mejor deber para con él es combatir el fanatismo religioso que lo ha mancillado y desvirtuado, combatir el clericalismo que se ha aprovechado de la ignorancia de nuestro pueblo para, en nombre suyo, someterlo y sojuzgarlo. El mayor bien que se puede hacer a Dios, es permitir que se le adore en todos los ritos y concepciones. Dios es un ente espiritual abstracto y multifacético como es la conciencia de los hombres.

— ¿Sus deberes para con el prójimo?

— No entregarle dádivas materiales mentirosas, sino derramar hasta la última gota de mi sangre para que, al contacto con el calor del astro rey, ilumine de libertad todas las regiones de mi patria.

— ¿Sus deberes para con los suyos?

— Soy soltero y poseedor de muchos bienes de fortuna, amasados con mi sacrificado esfuerzo. A mi madre y hermanos, por cuyas venas recorre sangre de héroes, les entrego todos mis actuales bienes espirituales y los que posteriormente adquiera en esta ilustre institución. A ellos les suplico que tengan la suficiente resignación para cuando, en aras de una patria libre, haya yo de llegar hasta el holocausto. Ellos no necesitan mis bienes materiales y por eso, desde hoy, obsequio mi fortuna a la causa y servicio de la lucha liberal.

A aquellos hermanos timoratos y conformistas les causó no poco disgusto la expresión sincera del candidato. Cuando el Maestro sometió a consideración de la sala, luego de las excelentes conclusiones del Orador, estuvieron muchos de ellos tentados a poner reparos. Les parecía que iban a iniciar a un hombre peligroso. Mas, como estuviesen presentes en el templo hermanos que compartían los principios expuestos por el candidato, a fin de evitar polemizar en aras de la mal comprendida tolerancia masónica, reinó el silencio. El Maestro ordenó la secuencia de la ceremonia.

A poco rato, entonces, se presentó en las puertas del taller, ayudado por los Expertos, un hombre de mediana estatura, con los ojos vendados sí, pero con la frente altiva, que contestaba las preguntas con voz cascada y serena:

— Mi nombre es Luis Vargas Torres.

— Nacido en Esmeraldas en el año 1856.

— No tengo padre, lo perdí cuando era muy pequeño.

— Mi madre es la señora Delfina Torres viuda de Vargas, casada en segundas nupcias con don Wladislao Concha Piedrahita, de nacionalidad colombiana.

— Tengo cinco hermanos y cuatro hermanas, todos de madre.

— 22 años de edad.

— No tengo religión. Soy libre pensador.

— Soltero.

— Trabajo en la firma Avellaneda y Vargas de la cual soy su gerente-socio.

— La instrucción primaria y secundaria las realicé en Quito. La historia cívica y moral las aprendí directamente de mis antepasados. La literatura, gramática y retórica, leyendo, escribiendo y hablando. En cuanto a la geografía, la aprendí caminando y navegando. (Raúl Andrade: Perfil de la Quimera).

El resto de la ceremonia escuchó el candidato con toda la atención, como era su costumbre en los asuntos de interés profano. Las contestaciones a los requerimientos del Maestro las dio demostrando una envidiable preparación, una inteligencia superior y una desinhibición digna realmente de un genio.

Estas son, entre otras, las preguntas y las contestaciones que a ellas diera:

— Profano: la corrupción y el fanatismo, origen de los males que afligen a la humanidad, deben combatirse enseñando la moral, la virtud y el deber, para conseguir la libertad, la fraternidad y el bienestar universal. ¿Lo creéis vos así, profano?

— Así lo creo, señor. Mas, para poder enseñar moral, virtud y el sentido del deber a nuestro pueblo, hay que conseguir primero libertad de enseñanza, y esta libertad la garantizará únicamente un gobierno liberal que, a mi modo de ver y con la experiencia de la Historia, habrá de implantarse por el triunfo en el campo de batalla. Los enemigos del pueblo impiden el ingreso de él a las escuelas porque es más fácil explotar a la masa analfabeta.

— ¿Prometéis darle el abrazo de hermano si, una vez iniciado, encontraras entre nosotros algún enemigo? ¿Lo prometéis?

— Mis pasiones, señor, no son desordenadas. Aborrezco a quienes, teniendo el poder en sus manos, lo usan no para liberar de la ignorancia y la miseria al pueblo, sino exclusivamente para su beneficio personal y de la casta esbirra que les rodea. Pienso que entre ustedes no existirá un conservador ultramontano porque conozco bien vuestras reglas. Pero, en caso de que se haya infiltrado alguno, prometo entregarle mi abrazo de hermano, con la esperanza de que al calor de la plática diaria logre enrolarle en las filas de los que luchamos por implantar la justicia. Enemigos personales no los tengo, únicamente rivales en la competencia mercantil.

— Decidme profano: ¿Qué entendéis por despotismo?

— Es una forma especial de absolutismo. Son los actos de un soberano tiránico que abusa de su autoridad. En España empezó con Felipe V, resplandeció con Carlos III y derivó en tiranía bajo Fernando VII. Aquí, en Ecuador, conocéis de sobra muchos gobiernos despóticos, el más reciente: el clerical garciano.

— ¿Qué es, profano, la moral?

— La ciencia que trata de los actos humanos y juzga de su bondad o malicia. La moral natural es el objeto de la Filosofía Moral y parte de los principios generales de la conducta del hombre respecto de sí mismo y de los demás. Se funda en el conocimiento natural y presupone el libre albedrío. Permitidme que os agregue algo más: la moral del futuro estará basada en los conceptos de lo bello y de lo feo; es decir, la moral será el termómetro para distinguir lo estético de lo antiestético.

— ¿Qué es para vos la virtud?

— Soportar humillaciones sin devolverlas con odio es la mayor virtud, porque es fortaleza espiritual. Esa es la virtud en el sentido etimológico.

— Dadme, profano, el concepto de vicio.

— El vicio, las más de las veces, señor, solo es la moda de los idiotas que creen que no es elegante ser bueno.

Sorprendieron profundamente a todos los presentes las contestaciones del neófito. Sorprendió igual su fortaleza física en el resto de pruebas, su voz firme y valiente cuando realizó el juramento masónico, su rostro bien cuidado cuando, cayéndole las vendas, percibió la luz, su destreza en manejar las herramientas del grado, su marcha perfecta hacia la luz que nos ilumina.

Después de conocer cuanto le enseñaran el Primero y Segundo Vigilantes, el Maestro y el Orador, y luciendo ya en el Oriente su hermoso mandil blanco, que le fuera enviado por el hermano Eloy Alfaro desde Panamá, se le concedió el uso de la palabra para que leyera en logia su primer trabajo de orden profano, que se estilaba en ese entonces de una manera similar a lo que hoy sucede en las Academias de la Lengua y de la Historia cuando admiten a un nuevo miembro numerario.

El texto de este trabajo tuve la oportunidad de leerlo durante mi permanente búsqueda de datos para el presente trazado. Se encuentra en poder de un intelectual esmeraldeño, a quien se lo entregara un viejo amigo masón ya fallecido. Por tratarse de un documento inédito, el vate esmeraldeño lo cuida más que a una piedra preciosa y, por lo mismo, pese a su gran afecto a mi persona, no me permitió copiarlo. Se trata de un estudio socio-económico-político del Ecuador de 1830 hasta el gobierno de Veintemilla, a quien combate ya Luis Vargas Torres. En ese trabajo se explica por qué nuestro hermano insurge en la lucha armada, junto al Viejo Luchador.

La tradición masónica ecuatoriana, y más precisamente guayaquileña, cuenta que Vargas Torres fue un masón ejemplar. No faltaba por ningún motivo a las cámaras de instrucción y a las tenidas. Participaba activamente en los trabajos y en las discusiones de cámara, presentando ponencias que causaban admiración en el resto de hermanos. En razón de su excelente situación económica, la que crecía día a día, poseía una excelente biblioteca masónica, cuyos libros los hacía traer del Perú, de Centro América, Panamá especialmente, y de España.

Pronto, por lo mismo, recibió adelanto de salario, y después de meses de asiduo estudio, fuera y dentro del templo, al que él llamaba la Universidad de los Libres y Aceptados Masones, fue exaltado al grado de Maestro.

Por decisión del Gran Maestro accedió a los grados capitulares con gran acierto, llegando a ser en el Perú, a donde fuera exiliado, Soberano Gran Inspector General del Grado 33 en aquel Oriente.

Allí también publica su opúsculo “La Revolución de 1884” en el que, después de reseñar las acciones militares y la traición conservadora, explica los principios que orientan su combatividad.

Acción guerrera y política

Poco tiempo después de que el general Ignacio de Veintemilla se proclamara dictador, Luis Vargas Torres liquidó sus prósperos negocios y viajó a Panamá en 1882, país en el que se encontraba Eloy Alfaro. Le entregó todo su dinero para destinarlo a la compra de armas, e iniciar el derrocamiento del tirano militar. Partió entonces Vargas Torres con abundante material bélico a la ciudad de Esmeraldas y, el 6 de Enero de 1883, luego de un duro combate, se apoderó de la ciudad. Informado Alfaro de este triunfo, salió de Panamá y, el 9 de Julio de 1883, sus huestes, conjuntamente con las de Sarasti, representante éste del Pentavirato que gobernaba la Sierra, destrozaron el reducto que la tiranía de Veintemilla había establecido en Guayaquil.
Ese año se llamó a una Convención y Vargas Torres fue electo diputado. Presidente de esta Convención se eligió al general Francisco J. Salazar, acérrimo enemigo del liberalismo. Esta Convención, traicionando los acuerdos que hicieron Alfaro y Sarasti antes de la toma de Guayaquil, eligió Presidente Interino primero y luego Constitucional, a José María Plácido Caamaño.

Desencantado por la traición y maniobra conservadora, Luis Vargas Torres se exilió en Panamá, conjuntamente con el general Alfaro. Le entregó nuevamente los fondos que le restituyó la Convención por su aporte anterior destinado al derrocamiento de Veintemilla, organizó un nuevo ejército con soldados nacionales y extranjeros y partió en el buque Pichincha, ex-Alhajuela, el 15 de noviembre de 1884, para escribir en el Pacífico una de las más hermosas epopeyas del liberalismo ecuatoriano. Vargas Torres entró, el 23, a la ciudad de Esmeraldas, la tomó y se quedó allí de Jefe Civil y Militar, en tanto que Alfaro prosiguió en el Pichincha hacia el Sur, saliendo del fondeadero de Bahía de Caráquez a enfrentarse con los buques gobiernistas que le acechaban. Fueron superiores las fuerzas caamañistas, pero los soldados del Pichincha abordaron al vapor Huacho y lo dominaron blandiendo arma blanca. Enfrentó luego al Santa Lucía, el cual, superior en armas, terminó venciéndole. Alfaro ordenó poner fuego al Alhajuela con rumbo a Jaramijó para salvar los sobrevivientes. Vargas Torres cubrió la retirada del Jefe Máximo, quien atravesando selvas hacia el Norte, se refugió durante algún tiempo en chozas miserables de los indios Cayapas. Después de mucho tiempo de haber sido arrastrado Alfaro por el contubernio placista-clerical, llegaron estos indios a Quito en busca de “Compadre Alfaro” para exponerle sus sufrimientos y penurias.

En 1885 se exilió en la ciudad de Lima y se dedicó a los trabajos de logia, y a escribir y organizar una nueva acometida militar con miras a expulsar del poder a Caamaño. No está por demás consignar en esta parte, la extraordinaria solidaridad de los masones limeños, primando siempre la fraternidad y los principios universales, a los viejos y obscuros problemas de orden territorial.

En su opúsculo “La Revolución de 1884”, entre otras cosas, dice:

“Es imposible que una Nación pueda prosperar a la sombra del terror y el fanatismo católico. La experiencia nos lo enseña y viendo estamos que en el mundo civilizado las más atrasadas son las naciones donde imperan esos resortes del retroceso. ¿Cómo desconocer, pues, el derecho que asiste a los buenos ciudadanos para atacar un régimen opresor, en todo contrario a las aspiraciones del pueblo? …”

El Congreso de 1886, no obstante la expresa prohibición de la Carta Política, aprobó, por moción de un senador, la pena de muerte para los ciudadanos que fueran sorprendidos en afanes revolucionarios. Un joven, presente en las barras, protestó airadamente contra tal resolución: era Julio Andrade, que contaba apenas 20 años, y que posteriormente habría de ocupar relevante situación política como general de la República y estadista de procedimientos rectilíneos. La noticia de tan malhadado decreto decidió al general Alfaro a actuar enseguida. Instruyó a sus amigos de cómo proceder en la nueva arremetida. Al coronel Vargas Torres le asignó la provincia de Loja para el despliegue de su acción. Las montoneras en el Litoral habían recrudecido. Celica rompió los fuegos en el sector Sur. Las montoneras se multiplicaban por todas partes al grito de ¡Viva Alfaro! La República estaba convulsionada. El coronel Vargas Torres había invadido Catacocha y luego atacó a las tropas gobiernistas acantonadas en Celica. Loja cayó en manos de los revolucionarios, que sumaban 300 hombres. El gobierno envió tropas veteranas desde Cuenca al mando del coronel Antonio Vega Muñoz, avanzaron sobre la ciudad y la tomaron en dura lucha el 7 de diciembre de 1886. Luis Vargas Torres quemó el último cartucho y, luego de 5 horas de fiero combate, cayó prisionero juntamente con 27 oficiales y 42 soldados de tropa. Fue trasladado entonces a Cuenca, con grillos, y encerrado en calabozos preparados de antemano. El 4 de enero de 1887 se instaló el Consejo de Guerra. El coronel Vargas Torres asumió personalmente su defensa. Con voz de hombre que no le teme a la muerte y con el corazón firme, se dirigió al tribunal en estos términos: “El Decreto de la Legislatura convierte al Gobierno en victimario de los ecuatorianos. No trato de defender los cargos que tuvieran contra mí cobardes y ruines enemigos; sólo levanto mi voz para protestar contra las leyes que, por desgracia, rigen hoy al pueblo ecuatoriano y contra ciertos actos del gobierno, que la humanidad y la civilización condenan. Os repito, señores jueces, que no trato de defenderme; estoy bajo la sanción de vuestras leyes; juzgad, fallad, que yo he cumplido con mi deber”.

Por un voto, el Consejo de Guerra integrado por siete miembros condenó a la pena capital a Luis Vargas Torres, a José Cavero, Jacinto Nevárez, Filomeno Pesántez y a uno más, “escogido al azar”: Manuel Piñárez.

Los sentenciados pidieron gracia. Invocaron la “magnanimidad” del Presidente de la República para que les perdonase de sus extravíos. El coronel Vargas Torres se puso furioso con esta solicitud. Horas después escribió a su madre diciéndole que él no había solicitado la gracia del perdón ni la conmutación de la pena, porque siempre creía indigno de un hombre implorar el perdón del enemigo.

Su madre estaba aún sumida en el dolor que le causara la muerte de su hijo Clemente en la campaña de Esmeraldas y ya la vida, con cruel rigor, le enviaba otra prueba: el fusilamiento de su hijo predilecto, Luis.

Parecía que ya nada se podía hacer. Más una luz de esperanza se prendió entre los muchos amigos y admiradores que tenía en la ciudad de Cuenca, entre ellos el coronel Enrique Ezequiel Sigüenza. En casa de doña Carolina Zambrano de Cevallos, matrona manabita residente en Cuenca, planificaron hasta el último detalle la fuga del héroe. La noche del 15 de enero salió de la prisión con miras a emprender un largo viaje hacia el Oriente, por los caminos de Paute y Gualaceo, a ganar el Amazonas y continuar al Brasil. Más, al atravesar la calle, de súbito se detuvo. ¡No sin ellos, mis amigos, generoso y valiente coronel; libértelos a ellos y huya usted también con nosotros! No accedió el coronel Sigüenza a esta petición y Vargas Torres regresó a prisión a pedir que le coloquen sus fatídicos grillos.

El 18 de marzo entraron en su celda un militar, un religioso y dos civiles. En ese instante se encontraba de visita el niño Carlos Zambrano, hijo de doña Carolina, a quien por su corta edad le permitían visitar al prisionero, con el cual había hecho muy buenas migas. Le pidió al niño que no se retire para que escuche la sentencia. El niño le obedeció y el militar, efectivamente, leyó la sentencia. El cura le ofreció sus servicios religiosos y fue rechazado con enérgica cortesía. La noche del 19 escribió la carta de despedida a su madre y su opúsculo titulado “Al borde de mi tumba”. Ese día no se ejecutó el fusilamiento por celebrarse el “santo” de su excelencia y el sayón de la plaza de Cuenca no quiso teñir con sangre los festejos del señor Presidente.

“Madre, –le dijo en su carta– comprendo que éste mi último adiós te hará sufrir mucho, muchísimo. Pero ¿cómo irme a la eternidad sin despedirme de los seres más queridos que tengo en este mundo: de ti, Madre querida, de María, de Esther, de Teresa y de Delfinita? ¡Ah! mucho sufrirás con mi partida. Yo también sufro mucho con dejarte. Pero allá, libre de la ferocidad de los hombres, y en unión de nuestro querido Clemente, te esperaré para darte el abrazo que me privan aquí, en la Tierra, los hombres inhumanos, separándome de ti. Después de pocas horas dejaré de existir, derramando mi sangre en el patíbulo. Muy bien sabes que ningún crimen he cometido y que sólo por ser un honrado ciudadano, amante del progreso de la Patria, voy a recibir esa muerte. Pero ¡Ah, sí soy un criminal…! mucho has llorado, mucho has sufrido…”

“Aquellos insensatos que me matan por satisfacer una ruin venganza, creen contener el vuelo de la revolución con este crimen, y no saben esos infelices que lo que hacen es darle más aire y más espacio. ¡Quiera Dios, Madre mía, que sea yo la última víctima que presencien los pueblos! … Algunos días ha que no veo a Jorge, pero creo que está en esta ciudad. No puedo verlo, pues estoy absolutamente incomunicado, y ojalá que no le vea para que mi corazón no flaquee y no asomen lágrimas a mis ojos, pues si asomasen, creerían mis enemigos que la cobardía dominaba mi corazón. Con él les dejo algunos recuerdos… No puedo más… Las lágrimas acuden a mis ojos sin cesar y mi corazón desfallece. Adiós Madre querida. Adiós. No desesperes. Tus hijos necesitan de tu apoyo y tus sufrimientos te abren el camino de la felicidad. Adiós. Adiós… Cuenca, en mi prisión, 19 de Marzo de 1887.”

Otra carta está dirigida a los amigos y coidearios políticos: consejos patrióticos, consejos de firmeza ideológica. Y termina: “Que no desmayen en el sagrado propósito de salvar la patria y en la eternidad los recordaré con gusto. Quiera Dios que al calor de mi sangre, que se derramará en el patíbulo, se enderezca el corazón de los buenos ciudadanos y salven nuestro pueblo.”

Fusilamiento

Dejemos que la pluma de Alejandro Carrión, escritor fecundo y exitoso en el campo de la novela y poesía, nos narre el sacrificio de Luis Vargas Torres. Todo cuanto se transcribe a continuación consta en su libro “La otra Historia”, bajo el título de “Así mataron a Vargas Torres”.

“En la celda, el joven coronel, alto y cenceño, enjuto, apenas de veinte y siete años, estuvo durante la noche paseándose, sin poder dormir. El centinela lo vigilaba por la mirilla de la angosta portezuela, y es posible que ese ir y venir incesante, que ocupaba la noche entera, lo hubiese empujado al sueño si no fuese porque bien sabía que el joven coronel estaba condenado a muerte y que iban a fusilarlo a la precisa hora de alzar la hostia en la misa de ocho, frente a la puerta mayor de la catedral, a la vuelta misma del alba próxima. Cuando se ve ir y venir a lo largo de la noche larga, en su celda última a un condenado a muerte, no se puede dormir… Después del segundo canto del gallo, el joven coronel dejó de pasearse y se puso a escribir. En la tosca mesa había abundante papel sin raya, un tintero y una gruesa bujía, cuya llama se inclinaba empujada por el airecillo colado por la portezuela, por donde se colaban también los ojos del centinela… Escribió primero una carta a su madre. Luego, solamente tres líneas sobre una tarjeta, despidiéndose de su hermana Teresita. Y después un largo manifiesto, dirigido a sus conciudadanos. Lo tituló “Al borde de mi tumba”. Quería que todos supiesen por qué lo fusilaban. Había aceptado voluntariamente la muerte, negándose a fugar, negándose a firmar un memorial pidiendo el perdón. Quería que todos supiesen por qué aceptaba la muerte, apenas a los veinte y siete años.

“El alba llegó cuando comenzaba la última hoja de su manifiesto. Los carceleros estuvieron gentiles. Le quitaron los grillos la última noche, para que diese rienda suelta a sus nervios yendo y viniendo. Le permitieron escribir cuanto quisiera. Le ofrecieron entregar sus cartas… ¡y lo cumplieron! Verdad es que el jefe de los carceleros, el teniente coronel Jorge Landívar, había sido ayer nomás su compañero de armas, cuando se alzaron para derrocar la dictadura de Veintemilla. Cuando terminó de escribir se acercó a la mirilla y le pidió al carcelero que llamase a Landívar. Y éste, que acudió presuroso, con las ojeras de la mala noche, recibió conmovido su abrazo, agradeciéndole sus últimos, ina­preciables servicios, y las cartas y el manifiesto y, además, tomándolos del pié de la cama, donde estaban ominosamente amontonados, sus grillos. “Ellos dijo han sido los compañeros de mi prisión… Mi madre está de viaje para acá: entrégaselos… dile que son mis últimos recuerdos.”.

“Con esto, sus preparativos estaban terminados. Podía ya morir. Pero quienes lo mataban no lo creían así. Y como lo creían, se abrió la puerta y entraron a la celda dos sacerdotes, uno, clérigo secular, otro, padre dominicano. Las últimas horas, las más preciosas, iban a dilapidarse, pues, en un inútil forcejeo: los sacerdotes presionándolo a reintegrarse a una religión que ya nada decía a su alma, y él rogándoles que lo dejaran tranquilo, que no le robaren esos últimos minutos, que son sagrados y deben dejarse al moribundo para que los agonice a solas consigo mismo.

“Fuera, en la plaza mayor, caía del nublado cielo una sutil llovizna compuesta de crueles e impalpables agujillas de hielo… Grupos de curiosos adormilados aún con el sueño pesado sobre las pesadas pestañas, iban apiñándose, tímidos, con el alma oprimida, obsesionados por aquello tan terrible y tan irremediable que iba a ocurrir.

“La plaza estaba cercada por una honda zanja, recién abierta para fundar los cimientos de la nueva catedral. Sobre los montones de tierra a su vera se subían los curiosos… La tropa, en silencio, fue saliendo del cuartel. Era aquel el domingo de pasión, 20 de Marzo de 1887. Si hubiese sido un domingo cualquiera, los hombres uniformados habrían oído la misa al mediodía. Pero como se trataba de un domingo sin igual, debieron madrugar y oír la misa antes del alba a la hora en que el que iba a morir estaba en su celda, escribiendo aún la última página del largo manifiesto … Al salir de la misa, los soldados fueron formando en cuadro, enmarcando la plaza, para estar entre el pueblo y el condenado a muerte … A poco, llegaron los niños con sus maestros, tiritando, y se los alineó detrás de los soldados, inmediatamente detrás de las bayonetas brillantes, sobre la zanja destinada a los cimientos de la catedral nueva, aprovechando los altos montones de tierra, en tal forma que los pequeños pudiesen ver cómodamente lo que iba a pasar. Era necesario que no perdiesen un detalle, para que desde su tierna edad supieran lo que cuesta atentar contra el gobierno… y perder.

“De pronto, un estremecimiento fácilmente perceptible sacudió a todos: a los niños, a los soldados, a los sacerdotes y a los curiosos, que estaban apilados sobre la tierra removida: del portón del cuartel, vestido de negro, con los labios apretados, en medio de dos sacerdotes había salido el joven coronel…Una escolta numerosa lo rodeaba. Precedíalo la banda de guerra que marcaba el paso con trompeta ronca y tambor destemplado: el terrible son que acompaña a los condenados a la última pena. Iba la escolta con las armas a la funerala… Eran las siete y veinte minutos de la mañana. Comenzaba en la catedral la segunda misa. En el instante en que se alzara la hostia, las balas le darían la muerte al joven coronel… Todos lo miraban; marchaba con paso firme, sin vacilar, sin apoyarse en los sacerdotes que le iban hablando, mientras él apretaba cada vez más los labios. Llamó la atención cuán alta y arrogante llevaba la frente. Sobre ella, un fino jipijapa, su característico “manabita” el que solía llevar en los combates.

“La escolta era del Batallón Azuay y la mandaba el teniente coronel Enrique Sigüenza… Habían caminado cincuenta pasos desde el portón del cuartel cuando dieron el alto. La voz que lo dio sonó extraña, siniestramente fría, húmeda, como la mañana sin esperanza de sol. Era la voz del auditor de guerra, Dr. Mariano Vidal, que ordenaba silencio para que todos lo oyeran leer la sentencia de muerte… Lo hizo. Era su voz fría y gris, la voz misma de la muerte sin piedad. No parecía la voz de un hombre, cualquiera diría que no brotaba de una garganta humana, sino de una máquina terrible. El coronel la escuchó inmóvil, con la mirada más allá de ese escenario cuidadosamente preparado… con la mirada puesta más allá de la vida. Terminada su lectura, el auditor alzó la vista sobre el pueblo y anunció:

— “Va a procederse a dar cumplimiento a la sentencia de pena capital en la persona de Luis Vargas Torres. Se hace presente que quien protestare correrá igual suerte.

“Hubo entonces un silencio más grande que la plaza. Nadie respiraba. Los niños parecían haberse esfumado. El coronel estaba abstraído, y el blanco jipijapa brillaba sobre su cabeza, alta y orgullosa. De pronto, subió al cielo nublado un sollozo que brotaba de todas las gargantas, de todos esos hombres, de todos esos niños. El joven coronel movió vivamente la cabeza. Alzó los ojos y vio en el balcón del cuartel a sus compañeros de prisión, los que pidieron el perdón, que habían sido llevados a que lo viesen morir. Su rostro se animó: algo que podía ser, acaso, el comienzo de una sonrisa distendió sus labios apretados. Se sacó el jipijapa, lo sacudió en un saludo de suprema elegancia y dijo, con una voz que penetró hasta las almas como un puñal agudo:

— “Compañeros: ¡hasta la eternidad!

“Y volviéndose al teniente coronel Sigüenza:

— “¿Dónde debo colocarme?

“El oficial no encontró dentro de su garganta voz alguna. Con la espada, ya fuera de su vaina para mandar la descarga mortal, señaló el cuarto arco de la casa municipal, exactamente al frente de la puerta mayor de la catedral, donde se acercaba el terrible y sacrosanto momento de alzar la hostia: el momento en que se fundirían, en la gris mañana, la eucaristía y la muerte.

“Entonces se le acercaron los sacerdotes, primero el dominicano, luego el secular.

— “Es tarde para discutir, reverendos, les dijo con una voz ligeramente cansada. Y volviéndose al oficial:

— “Terminemos de una vez.

“Se podía oír a sus compañeros, allá arriba, en el balcón, gimiendo sordamente. Emitían un gemido ronco que descendía a la plaza y se arrastraba a través de ella, prendiéndose como uñas directamente sobre los corazones.

— “Retírense, padres —dijo el teniente coronel—: era la primera vez que se le oía… Los sacerdotes se retiraron, con las cabezas derrumbadas sobre el pecho, arrastrando trabajosamente su derrota… El oficial tuvo entonces su trago amargo. La orden que debía cumplir incluía el horrendo trance de degradar al coronel. Se suponía que, al rebelarse, había traicionado. Debía, en consecuencia, ser fusilado de rodillas, y las balas debían penetrarle por la espalda… Sírvase arrodillarse dando la espalda al pelotón dijo el oficial, y las palabras se le negaban a salir de la boca. Se sentía el sufrimiento de ese hombre… El coronel respondió, con una voz clarísima que atravesó el aire como una flecha pura:

— “¿Yo, arrodillarme? ¿De espaldas? … Y se le encendió el rostro… Luego, con una nueva voz, que atronaba el espacio, sobrecogiendo a todos:

— “¡No! ¡No! ¡EI fuego se recibe de frente!

“El oficial comprendió que era imposible cumplir aquella orden cruel. Y volviéndose bruscamente tierno, casi implorante, con la voz quebrada de los hombres que no saben llorar: — Por lo menos permítame vendarlo… El coronel respondió con una voz tajante como el disparo de una pistola: ¡No! … Y se preparó para morir: cuadró los pies en posición de firmes, cruzó sobre el pecho los brazos, miró al frente y esperó… Faltaban veinte minutos para las nueve. Se oyó claramente, como si fuese la misma muerte que llegara, la campanilla que dentro de la catedral anunciaba que la hostia se alzaba por primera vez. El oficial, con los ojos cerrados, bajó la espada. Se oyó una descarga. En el silencio absoluto se esparció un alarido que partía de un centenar de bocas. Era el pueblo que comenzaba su duelo.

“Quienes tuvieron fuerzas suficientes para mantener abiertos los ojos pudieron ver cómo, al recibir la descarga, el joven coronel saltó ligeramente y luego se inclinó hacia adelante, cayendo sobre el costado izquierdo en el duro empedrado de la plaza. El oficial se le acercó, le hurgó el cuerpo con la espada y llamó al sargento para que le diera el tiro de gracia … Este último disparo ya no lo oyó nadie … Para que no le oyesen, y para que no se oyera sollozar al pueblo, se había ordenado a las bandas militares tocar aires marciales.

“Su cadáver fue colocado entre dos maderos entrecruzados y arrastrado al cementerio, ensangrentando algunas calles de Cuenca. Personas caritativas, al paso del fúnebre cortejo, ofrecieron un ataúd; pero el comisario Abad Estrella, digno hijo de su tiempo y de la podredumbre moral del caamañismo, no permitió que se colocaran allí los restos mortales, pues, por hereje y masón, debía ser expuesto en esa forma a la condenación pública. Sus despojos fueron enterrados en una quebrada tras el cementerio. Allí habrá de permanecer durante 10 años, es decir hasta el triunfo del liberalismo en 1895. El general Eloy Alfaro ordena trasladarlo a un mausoleo levantado en el Cementerio General de Guayaquil, mientras que en el Congreso se le rinden honores de héroe nacional.”

Homenajes después de su muerte

En el año 1950, por iniciativa del Alcalde de Esmeraldas, Simón Plata Torres, se formó una junta constituida por las personas representativas de la provincia, tendiente a construir un mausoleo que guardara para siempre los restos mortales del mártir esmeraldeño. Se comenzó la recolección de fondos y prácticamente faltaron manos para recibir las contribuciones del generoso pueblo esmeraldeño. Tres años duraron los trámites para conseguir la exhumación de los restos. Se cruzaron oficios entre los alcaldes de Esmeraldas y Guayaquil, entre los miembros de los cabildos, entre el Gobernador y el Ministro de Gobierno del Presidente Velasco Ibarra. Por fin se expidió el decreto correspondiente en enero de 1953. Revisemos los titulares de la prensa, de ese entonces:

LA NACIÓN

“En Esmeraldas se rendirá homenaje al Coronel Luis Vargas Torres del 15 al 20 de Marzo de 1953.”

EL UNIVERSO

“Programa que se desarrollará con motivo de la llegada de los restos mortales del Coronel Don Luis Vargas Torres, bajo los auspicios del Muy Ilustre Concejo Cantonal de Esmeraldas, del Comité Pro-monumento a Vargas Torres y del Comité 20 de Marzo…

“INVITACIÓN A LA CIUDADANÍA

“Del Concejo Cantonal de Esmeraldas, de los Familiares de Luis Vargas Torres, del Alcalde y Concejo de Guayaquil, de la Junta Provincial Liberal Radical del Guayas, Del Supremo Consejo Confederado de Soberanos Grandes Inspectores Generales del Grado XXXIII para la República del Ecuador, de la Gran Logia de los AA. LL. y AA. MM. del Ecuador.”

LA NACIÓN

“Restos del Patriota Esmeraldeño Coronel Luis Vargas Torres serán exhumados hoy. Luego en la Logia se le rendirán honores al igual que en el Concejo Cantonal. Mañana será conducido a Esmeraldas para ser sepultado.”

EL UNIVERSO

“HOMENAJE DE LA GRAN LOGIA DEL ECUADOR

“En la tarde de ayer, a partir de las cuatro y media, se efectuó la solemne Tenida Fúnebre organizada por la Gran Logia Masónica del Ecuador, en homenaje a la memoria del Ilustre y Poderoso Hermano Coronel Luis Vargas Torres, en ocasión del traslado de sus restos mortales desde nuestro cementerio nacional, hasta la ciudad de Esmeraldas, su ciudad natal. Caracteres de grandes relieves de solemnidad adquirió el acto, para lo cual la Gran Logia elaboró un selecto programa, cumplido dentro de un suntuoso ceremonial. En primer término, luego de la apertura conforme el ritual y ceremonial acostumbrado, hizo uso de la palabra el Lic. Víctor H. Rodríguez Roditi en nombre y representación de las Logias Simbólicas quién, en brillante improvisación, destacó los caracteres relevantes del héroe homenajeado. El Ilustre Hermano Guillermo Gallardo Córdova, en nombre y representación del Soberano Consejo de Cab:. Kadosh Gr:. 30 Luis Vargas Torres No. 1, leyó un discurso en el que destacó el hecho histórico del rechazo a la evasión propuesta por sus amigos, por la sola razón de que sus compañeros de prisión, seguirían sufriendo. El Respetado Hermano Miguel Garcés y Garcés, Gran Orador, habló en representación de la Gran Logia del Ecuador. Habló también el Respetado Hermano José Luis Tamayo y leyó la carta que, horas antes de su sacrificio, escribiera a su Madre. Se permitió el libre uso de la palabra. Antes de ser clausurado este importante acto, se efectuó entre los numerosos asistentes, una colecta de beneficio de los damnificados de Manabí. Es de hacer notar que el Ejército y Marina Nacional montaron Guardia y le rindieron homenaje frente al Edificio de la Logia Masónica. Sería largo transcribir los textos de los numerosos discursos que fueron publicados por la prensa del País, el más destacado de los cuales es, sin lugar a dudas, el que diera el Presidente Velasco Ibarra.”

Palabras finales

Este breve trazado, dedicado a la memoria de uno de nuestros más ilustres mártires de la libertad, Luis Vargas Torres, no pretende otra cosa que rescatar su memoria, especialmente entre los jóvenes, sobre quienes recae la responsabilidad de construir una patria verdaderamente libre y soberana.

Si algún mérito existe en este trabajo, es haber recopilado en pocas páginas lo esencial de la vida de nuestro héroe, su pensamiento y sus luchas en el campo bélico, político e ideológico y su pasión por convertir a nuestra patria en una nación digna e independiente, conformada por ciudadanos liberados de la ignorancia y la explotación de quienes capitalizaron para sí los resultados de las luchas por la independencia.

Estoy seguro que lo expuesto tendrá aceptación, especialmente de quienes consideran que la lucha emprendida por nuestros próceres no ha terminado. Si así sucede, se habrá cumplido con el objetivo que me tracé al realizar esta breve recopilación.

Bibliografía

Andrade, Raúl. El perfil de la quimera.

Carrión, Alejandro. La otra historia.

Estupiñán Bass, Nelson. Luces que titilan.

Loor, Wilfrido. Vida de Eloy Alfaro.

Municipio de Esmeraldas. Homenaje a Luis Vargas Torres.

Pareja Diezcanseco, Alfredo. La novela ecuatoriana.

Pareja Diezcanseco, Alfredo. Historia del Ecuador.

Troncoso, Julio. Vida anecdótica de Eloy Alfaro.

Vargas, José María, O. P. Historia del Ecuador.

Vargas Torres, Luis. Al borde de mi tumba.

Vargas Torres, Luis. La revolución de 1884. Opúsculo.

La Nación, El Telégrafo y El Universo del 10 al 20 de Marzo de 1953.



Fuente: https://academiafrancmasonicaecuatoriana.wordpress.com/2008/09/21/luis-vargas-torres-cuando-los-liberales-florecian/#more-309